domingo, 7 de octubre de 2007

La India no hinduista

Después de dejar Delhi rumbo a Amritsar en un tren donde nos trataron con una reverencia digna de la primera clase en Lufthansa, bajamos en una ciudad caótica de hombres enturbantados y mujeres fuertes, gritonas, empujadoras, simplemente adorables. Las campiñas de los alrededores, perfectamente labradas aunque invadidas por semillas transgénicas para la producción agroindustrial, vomitan sobre esta ciudad rica, pero que no da muestra de ello, decenas de campesinos que vienen a negociar sus productos a la ciudad. Camiones, bicicletas, carros, rikshos, peatones, pocas vacas, algunos caballos y carretas se cruzan, se detienen, se complican la vida en sus calles estrechas y tan sucias como en el resto de la India. No obstante, hay un clima más relajado. Será que nadie te toma por un brazo para venderte algo, chantajeándote con el hambre de toda su familia (cuando no de todo su pueblo) si no le compras. O será que esta ciudad tiene fama de ser una de las más honestas de India. En efecto es aquí donde los sikhs, seguidores de uno de los primeros movimientos religiosos que intentara unificar las creencias para evitar estériles incomprensiones escudadas tras sus credos, erigieron durante el siglo XV el más bello santuario del mundo: el Templo de Oro, en medio de un lago artificial donde se conserva el néctar de la vida, es decir el agua que cura hasta la lepra.

Pasar uno, dos o tres días en el Templo de Oro es de lo más fácil, porque en su interior la limpieza es tal que comer en el suelo sería no solo posible sino atractivo. Limpiar con el propio chal, con el vestido, con toallas especiales que luego se cargan como reliquias el piso, los altares o la cubierta dorada que conserva al libro sagrado, es una forma de manifestar la propia fe y vocación de servicio.

Llegamos al Templo de Oro cuando la noche había bajado sobre la ciudad y fue como entrar de sopetón en un cuento oriental: las luces se reflejaban en la cúpula de oro del templo, los cantos invadían el aire, el agua reflejaba las estrellas y las llamas de las lámparas de aceite.

La gente que entra al templo por una de sus cuatro puertas, tras purificar sus pies en una piscinunculas, deambula alrededor del estanque del néctar y se detiene para rezar frente a árboles, piedras labradas, imágenes de sus gurus o maestros, explicaciones. Muchos hombres entran en un trance pacifico y generoso mientras los sacerdotes leen cantando las palabras del libro de su primer guru, quien predicó la existencia de un dios único como entre los musulmanes y la fe en la reencarnación como entre los hinduistas, condenó la división de castas, reivindicando la igualdad entre todos los seres humanos como entre los budistas y cristianos, y fijó leyes de honestidad y trabajo para mujeres y hombres.

La diferencia entre estar en el templo y sus inmediatos alrededores y en medio de la ciudad comercial es abrumadora. La misma que media entre la paz y el caos, pero la honestidad es la misma. Los sikhs son apenas el 2% de la población india (lo cual significa 200 millones de personas), pero son el 20% del ejército indio, el primer ministro es sikh, así como los más honestos entre los políticos de este país que tienen una fama de corruptos que compite con la de los políticos mexicanos y turcos.

La tarde en que de Amritsar nos fuimos a ver el cierre de frontera con Pakistán, en Waga, nos dimos cuenta de las ganas de bailar que tienen los punjabis, es decir los habitantes de la provincia cuya capital es Amritsar. Frente al despliegue de nacionalismo patriotero de tintes deportivo-agónicos (pasos militares exasperados, carreritas, gritos marciales llevados a cabo por soldados escogidos tras un casting de belleza viril), las y los punjabis bailaban como niños en medio de la calle y gritaban “larga vida a Hindustan”. Los elegantísimos sikhs los miraban como padres a pequeños traviesos.

Ahora si, tampoco de Amritsar es fácil irse. La confusión entre las estaciones de trenes y de autobuses, que los conductores de rikshos exasperan, hace que una se dirija a tomar un tren y se encuentre sentada en un bus, o viceversa. Por suerte, en India todos los errores pueden ser o fatales o maravillosos porque llevan a conocer lo que una no se imagina siquiera: paisajes nuevos, gente diferente, pláticas inesperadas.

Así en tren y en autobús cruzamos la distancia entre Punjab y Imachal Pradesh, es decir pasamos de los fértiles y ordenados valles de mijo, avena, arroz, maíz y trigo a los bosques y montañas cultivados en terraza, hasta llegar al distrito de Dharamsala, donde en 1960 Neru otorgó al Dalai Lama un territorio para que los tibetanos tuvieran un gobierno en el exilio. En esta antigua estación de descanso del calor opresivo de la India, los ingleses solían venir a vacacionar. Ahora centenares de peregrinos y simples turistas se apiñan en las calles que suben de Dharamsala a Mc Load y mas allá. Entre bosques de pinos, fresnos y encinas, las monjas y monjes de cabeza rapada e idénticas ropas rojas (un color feo según los tibetanos que los monasterios escogieron por ello mismo, para no gustar a nadie), así como los descendientes de aquellos que en 1959 dejaron Tibet con el Dalai lama y los nuevos refugiados, intentan mantener vivas las costumbres, la religión, las lenguas y la memoria de un pueblo himalayo y pacifico brutalmente invadido y sometido por China.

Asimismo, en esta ciudad conviven una mayoría budista con una minoría de hinduistas y otra de cachemires musulmanes. Si los hinduistas se declaran hospitalarios con los tibetanos, éxitos tienen un real agradecimiento con el gobierno indio, pero expresan graves quejas con los policías que en lugar de protegerlos por la noche los persiguen y extorsionan. Los cachemires denuncian las mismas actitudes en su contra y se atreven a llamarlas “discriminación religiosa”, “proselitismo hinduista”, “persecución étnica”. Palabras muy graves, pues.

La verdad es que los hindis intentan disuadir a los turistas occidentales de efectuar una visita a Kashmir. Desde hace 14 años, los valles y los lagos de Kashmir, que tradicionalmente vivían del turismo de verano y de la estación de esquí, están patrullados por soldados y policías que les dan el aspecto de un país invadido. La excusa es el terrorismo islámico. Siempre lo mismo. Y siempre menos creíble. Kashmir fue un país independiente hasta 1953, cuando los paquistaníes intentaron invadirlo e India lo incorporó para “protegerlo”.

Nos hemos hartado hace tiempo de la cantinela, muy parecida a la que los nazis entonaron contra los judíos en la década de 1930, que Estados Unidos canturrea contra el mundo musulmán. Cantinela a la que se sumaron las distorsionadas voces de la Europa reaccionaria (la que reivindica su carácter cristiano, para entendernos) y los países más disímbolos, como China y la India, por ejemplo. De tal manera que apenas un par de cachemires con los que acostumbrábamos encontrarnos por la noche en un restaurante tibetano nos dijeron que Kashmir no es ni peligroso ni integrista, les creímos.

La noche en que finalizaron las enseñanzas del Dalai Lama sobre el significado del mensaje budista, que un grupo de monjes coreanos le habían pedido y a las que nos fue posible acceder, tomamos un auto que nos llevó de Dharamsala a Shrinagar, en un viaje entre valles escarbados por torrentes tumultuosos, montañas de piedras verdes, bosques de pinos y castaños, y un montón de retenes militares y policíacos. En lleno Ramadán, a las cuatro de la mañana nos detuvimos a desayunar con unos maquinistas que realizaban su última comida antes de un día de ayuno. Luego, a las seis, vimos a varios choferes detener sus autos para rezar. Entre ellos había una paz absoluta y si alguna forma de violencia pudimos detectar en el camino, venía de las revisiones constante que nos exigían los retenes.

Una vez en Shrinagar nos dirigimos hacia una house boat, una de esas casas flotantes que los ingleses se inventaron cuando el maharajá de Kashmir les prohibió construirse casas sobre su tierra y que hoy le dan su carácter particular al lago. Las hay inmensas y pequeñas, a cada cual mas decadente y entrañable. La nuestra era una de categoría B, deliciosa, con muebles liberty y alfombras de pelo de camello: Noor Palace, regida por un hijo, que se revelaría un guía formidable, y su padre, un excelente cocinero y gran conocedor de tapetes, lanas, sedas e historias que nos ayudaría en escoger pashminas y artesanías, sin dudarlo un instante. La generosidad personificada.

Al segundo día, y a pesar de seguir un riguroso Ramadán, eran ya nuestra familla y el hijo, Zaffar Gosani, nos llevaría a bordo de una shikara (un bote muuuy parecido a una chalupa chinampera a pesar de las sedas de sus asientos) a conocer el lago y a bordear los floridos jardines de los mogules (a la misma Noor Jahan en cuya memoria levantó el Taj Mahal, el emperador Jahangir había regalado un jardín de caídas de agua y caminos de flores en esta ciudad que fungía de capital de verano). Caminamos con el por la ciudad vieja, entramos a diversas mezquitas, compramos frutas y dulces y panes, y -con el que negaba rotundamente semejante blasfemia- llegamos a una tumba que según una tradición heterodoxa es la mismísima tumba de Jesús Cristo, quien vino caminando hasta Kashmir predicando la paz y la existencia de un dios único.

Luego nos dirigimos a las montanas, y nos quedamos con ganas de un largo trecking de tres semanas de los valles convertidos al Islam por un dulce santo sufi, Sha-I-Hamdan, en el siglo XIII, hasta las altas montanas de Ladac, donde viven budistas tibetanos que cultivan trigo y pastorean yaks mientras repiten el mantra para la paz universal: Om Mani Pame Hum.

De hecho, nos quedamos con ganas de muchas cosas: un trecking acuático de tres días o una semana en shikara, durmiendo al borde de ríos que hicieron la historia de la humanidad. O de paseos por los valles de Phelgam, Sonamarg, Gulmarg y Yousmarg. O de largos trecking de montana por los Himalayas. Igualmente nos hubiera encantado poder ir nuevamente a la casa de producción de pashminas bordadas a mano por los artistas que Ajaz Waffahi, un pintor y un humanista que compartió con la Madre Teresa en Calcuta enteras temporadas de atención a los leprosos, cuida y cuyo trabajo levanta como el de verdaderos artistas populares, con conocimientos acumulados por siglos. Ahí vimos chales bordados durante tres años consecutivos por manos tan expertas que construyeron joyas relumbrantes, mascadas de una lana de antílope tibetana que pueden empollar un huevo de paloma, abrigos de cashmere. Los precios nos rebasaban por completo (una mascada de shah touch puede costar aquí mas de mil dólares porque implica un ano de tejido), pero el placer de haber visto esas piezas de arte nadie nos lo va a quitar. También nos hubiera gustado quedarnos en los talleres de los joyeros que cortan el topacio amarillo y rosa y los zafiros celestes y verdes que se encuentran solo en Kashmir.

De hecho, nos hubiera gustado conocer las cuatro estaciones en Kashmir. Este otoño que apenas divisamos y que nos dedicó su primera nevada en el valle de oro, el Sonamarg. El invierno con sus nevadas y sus estaciones de esquí en Gulmarg. La lluviosa primavera (no, yo esa me la hubiera saltado). El verano fresco, el verde de los valles, las caminatas por las cimas de montanas, el sueño al lado de los glaciares.

Cualquiera que desee venir a la India y que solo tiene el verano para hacerlo debería venir a este paraíso invadido por el ejercito, pero paraíso al fin. Y para no perderse podría pedirle consejo a Zaffar: asianexclusive@yahoo.com o hbnoorpalace@yahoo.co.in

A nosotras, por primera vez en seis meses, nos hace falta tiempo. Quizás el mundo es más bello de lo que podemos abarcar en una vida.