miércoles, 13 de junio de 2007

Nanjing I y Nanjing II

Nanjing I
Trescientos mil muertos en una semana; dos oficiales japoneses lanzándose un desafío sobre cuántos chinos podrían descabezar con su espada; pirámides de calaveras; recuentos de violaciones y asesinatos de niñas y ancianos entre soldados borrachos de poder: la masacre de Nanjing es una de las muestras más violentas de lo que fueron los años que prepararon la II Guerra Mundial y de lo que China podía esperar de la invasión nipona.

Como el ocultamiento de la masacre de los armenios por los turcos o los intentos de negar el holocausto de los judíos en Europa, la política de exterminio y los experimentos sobre humanos llevados a cabo por las tropas de invasión en China es negado en los libros de historia japoneses, logrando con ello que no se disipe el malestar latente entre los dos países, mismo que se extiende al resto de Asia. Que Japón haya encontrado en la experimentación de las bombas atómicas estadounidenses sobre Hiroshima y Nagasaki su posibilidad de ser víctima olvidando su pasado de victimario es algo que chinos y coreanos le reclaman, exigiéndole que se haga cargo de su historia, la conozca y la asuma.

Nada de ello es fácil, obviamente. En Europa sólo han sido capaces de enfrentar una necesidad como ésta los alemanes, y en parte. Italianos, austriacos, croatas, húngaros han sabido fingir demencia sobre sus responsabilidades en la II Guerra Mundial y la construcción de la democracia occidental capitalista, ya enfrascada en la Guerra Fría, se lo permitió porque con un solo malo arrepentido –Alemania- tenía suficiente. Obviamente, no requerir la asunción de responsabilidades sobre el pasado tiene la ventaja de permitir luego otras omisiones a la memoria: la invasión de Palestina, del Tíbet, del Sahara por las otrora víctimas, por ejemplo.

Pero Nanjing es mucho más antigua, más resistente y más presente que la masacre que los japoneses efectuaron en ella. Es una ciudad donde tomó el poder el primer emperador de la dinastía Ming, Zhu Yuanzhang, un campesino que se hizo monje y por ello se rebeló contra las injusticias de la dinastía Song, a la que volvía para encontrarse con su amigo de infancia en un jardín que construyeron juntos para rendirle tributo al cielo, donde erigió una de las mas poderosas obras de ingeniería defensiva del siglo XIV –una triple muralla de 14 metros de alto, por 36 kilómetros de largo, con 13 puertas de entrada a la ciudad- y donde se hizo construir su tumba.

Es el emplazamiento que a orillas de los ríos Yangtze y Qinhuai albergó una de las primeras aldeas neolíticas donde las mujeres descubrieron la horticultura.

Es la capital del sur donde en el siglo XIX se gestó la primera gran rebelión para destituir la dinastía Qing –triunfante hasta el requerimiento de apoyo que expresó el imperio a las potencias coloniales inglesa, rusa, italiana, estadounidense y alemana que no pedían nada mejor que inmiscuirse en la política china para controlar su comercio y producción.

Es también una de las pocas ciudades modernas de China, muy intensamente verde, con un bosque que llena su centro y alberga hostales juveniles, museos, monumentos, oficinas y el museo de Sun Yatsen, el dirigente que derrotó los intentos de restablecer la dinastía Qing en nombre del nacionalismo, la libertad y la igualdad social. Y una de las pocas ciudades chinas donde las construcciones modernas no se pelean con el estilo tradicional de las casas, logrando una continuidad agradable entre los techos en pagodas y las tiendas y conjuntos habitacionales que se han desarrollado en los últimos 10 años.

La elegancia de sus habitantes y sus calles es suave. En los parques, desde las seis de la mañana, en verano, van a hacer ejercicios, se masajean y respiran ancianos y ancianas como en toda China, pero también llegan señores vestidos de todo punto que llevan sus pájaros enjaulados a tomar aire, como en Europa lo haría una señora al pasear su perro de raza en el jardín del centro de la ciudad.

Las tiendas de ropa tienen precios fijos y sólo exhiben diseñadores locales. Las calles de comida albergan puestos que ofrecen decenas de variedades de pinchos de carne, mariscos y verdura, así como a restaurantes tranquilos, elegantes y silenciosos, con sus mesas grandes en apartados de maderas brillantes, sobre las que descansan vajillas de porcelana de colores distintos: azul y blanco, verde y blanco, amarillo y verde. Las casas de té abren sus ventanas sobre el canal del río Qinhuai, cuyas orillas están sembradas de flores y plantas perfumadas. De repente alguien canta con su voz aguda.

Nanjing es una ciudad donde se aprende mucho sobre la historia de China, mucho más que en Beijing donde la gente evita considerarla una parte viva de su cotidianidad. En Nanjing nadie te niega que la modernización de los últimos ocho años conlleva tres graves problemas: el encarecimiento de la salud, la privatización de la escuela y una fuerte crisis ecológica, pero también te explican que en China se puede actuar rápidamente –por ejemplo la municipalidad de la ciudad ha tomado en sus manos el reciclaje de la basura- sólo cuando se unifica el pensar de la población sobre algo que considera inherente a su bienestar.

En la cultura confuciana, aún el emperador no es sino portavoz de la voluntad del pueblo; de tal modo que el pueblo, entendido como conjunto de personas comunes, trabajadores, campesinos, comerciantes, paciente a la espera de que su voz sea escuchada, pero es capaz de organizarse y tiene derecho a la rebelión si percibe que su voluntad es tergiversada o traicionada. Esta concepción confuciana, pervive en la política contemporánea, y según las maestras de la escuela secundaria con quienes platicamos en español –habían estudiado esta lengua en la universidad, pero la abandonaron porque no les ofrecía un campo de trabajo en su propia ciudad-, explica los cambios recientes en la política económica del propio partido comunista, tanto como la fuerza que tuvo en 1966 la revolución cultural.

El conjunto tiene el derecho de ser dirigido. Pero la dirección a la cual se reconoce todo el poder, y a la que se rinde un tributo jerárquico, está obligada a responder al conjunto so pena de perder su legitimidad y, con ella, su poder. Emperador, dirigente máximo o partido, en China el poder político es obedecido puntualmente, mientras no violente el sentir general.

La cultura confuciana no es religiosa, sino moral: fija las reglas de comportamiento según las cuales deben portarse las personas por su rango, su sexo, su edad para el funcionamiento equilibrado del colectivo. Convive fácilmente con las religiones taoísta y budista, así como con cualquier otra, pero influye sobre ellas, las lleva a inclinarse a sus preceptos. Nunca había visto más claramente dibujada la relación entre moral y política que en la tradición china: una y otra son funcionales al estatus quo y, de darse una revolución o un cambio, deben reequilibrarse.

Nanjing es así la gran iniciadora de los cambios de China, y la ciudad de los gestos pausados. El lugar de la mayor redistribución de riqueza de China, donde se cuida evitar el trabajo infantil, donde las construcciones se siguen haciendo con estructuras de bambú.


Nanjing II

Sueños

1.Yo escribiendo una novela en una mesita frente al Quihuang

2.Helena diciendo que esta contenta de estar viajando por China

3.Encontrar un café con sabor a cafécolor de café y textura de café

Sueño bajo la lluvia de Najing y me siento feliz

A pesar de que Helena repela contra el celular que se prende y se apaga solocontra las chinas que se visten mezclando estilo contra la falta de salsa valentina. Nanjing me hace sentir feliz de estar vivaPienso en la cara que pondría Carmen Ros de vernos escoger a lo cucaramacaradedospingué en el menú en chino de un exitosísimo restaurante frente a la Casa de Confucio. Pienso en la cara de Melissa cuando encontramos una versión en mandarín de Los Piratas del Caribe III. Pienso en la expresión de Mariana al aprender que los vendedores chinos aplauden en la puerta de sus tiendas para atraer a la clientela. Pienso en Coquena bebiendo una cerveza bajo una pagoda publicitaria y diciendo al unísono conmigo ¡Carajocuántos son

Nanjing me hace feliz porque la gente sonríelas flores son rosas y las hojas de los ciruelos son rojo sangre.

Y porque no para de llover.

De Xi´an hasta Nanjiing

¡Diosas! Nunca hubiera imaginado que salir de la neblina que se respira, la neblina que te oprime, la neblina que oscurece, la neblina que envuelve e impide la vista, que entristece, deprime y difumina me haría tan feliz.

Viajamos de una Xi’an que descubrimos también musulmana, con sus ricos dulces de nueces y ciruelas, sus saludos familiares en las tiendas –qué placer volver a decir: Salam Aleykum y que nos contestaran: Aleikum salam, aunque con el acento chino de la etnia Hui que se convirtió entera a finales del siglo IX- y que despertó envuelta en una neblina invisibilizadora. La dejamos con cierta urgencia, a pesar de que nos gustara tanto. Todo nos sabía a agua, a polvo de agua para usar una expresión querida en la Mixteca. En tren atravesamos campos neblinosos, ciudades envueltas en bruma, pueblos y cultivos tan improbables como las historias que cuentan los que recortan en piel de burro imágenes de doncellas, tigres, dragones, campesinos y caballeros para moverlas detrás de una tela iluminada: el gran teatro de sombras de China, que todavía se ve en los espectáculos de ópera, así como en las casas de té de los pueblos donde niños y adultos se amontonan en las puertas para ver sin pagar.

Llegamos a Loyan seis horas después. Fea y además invisible 500 kilómetros más allá de un punto de partida invisible.

Entonces empezó una historia que nos rebasó por momentos. Primero un policía decidió ayudarnos sin que se lo pidiéramos. Me mostró su credencial y se apoderó de mi mochila. Enfiló rumbo a la taquilla de trenes a pesar de que yo intentaba decirle (carajo, la lengua es lo que verdaderamente construye la relación primaria del entendimiento), pues intentaba decirle que para llegar a Song Shan, eso es al Templo Shaolin, no hay trenes, sino buses. Pero ¿cómo va a creerle un policía a una turista que no sabe hablar? Después de media hora de mostrar su credencial a diestra y manca, de gritonear, de inflar el pecho, de proferir quién sabe cuántas amenazas volvió con las manos vacías: no hay trenes para Song Shan, sólo buses.
No se dejó amedrentar. Retomó mi pesadísima mochila y enfiló hacia el paradero de buses. Ni siquiera habíamos dado unos pasos cuando nos rodearon una veintena de taxistas y empezaron a pelear entre sí por el derecho de llevarnos al templo Shaolin. Una pelea de una hora de la cual éramos el objeto, pero no entendíamos una sola palabra. De no saber que los chinos no son agresivos, hubiéramos tenido miedo. Gritaban y gritaban uno contra el otro y de repente, todos juntos, se daban vueltas para vernos. El policía entre ellos.

De un modo tan irreal como inició, la pelea se terminó cuando el policía nos subió a un taxi, dijo que nos cuidáramos de los ladrones y se fue dejándonos un papelito con escrito un 180: el precio de una corrida de más de hora y media por campos bellísimos, trabajados perfectamente, plantíos de árboles jóvenes entre desdibujadas siluetas de montañas y casas que iban apareciendo entre la bruma que se levantaba. Lo gris estaba por doquier pero ya no era absoluto.

El auto comenzó a subir por montañas que ni siquiera habíamos visto. El viento empezó a soplar, fresco pero no frío, y el aire se limpió en un momento. Era una tarde perfecta. El sol que poco antes se divisaba como una iridiscente pelota naranja, ahora era el astro rey de finales de primavera. Había árboles de diversos verdes, tamaños y hojas, desde las sabinas chinenesis, hasta sauces, ciruelos, albericoques, duraznos, gincobilobas. El agua de un lago artificial (donde pueden, los chinos construyen diques para las hidroeléctricas) resplandecía. Empezamos a reírnos de contento.

Pero, y eso después de veinte días deberíamos saberlo, en China el placer –como cualquier sentimiento o razón- siempre tiene un límite que los humanos, en particular los humanos desesperados por la obtención de ganancias, le ponen. De una curva, seiscientos metros antes de llegar al templo Shaolin, después de haber dejado a nuestras espaldas el pueblo de Song Shan, un viejo calvo se lanzó a las llantas del taxi para que éste frenara y él pudiera empezar a referir una lenta letanía de motivos por los que el taxista debía llevarnos a su hotel.

Una vez ahí empezó el debate sobre cuánto nos costaría la noche (siendo los números lo único que se escribe igual en oriente como en occidente, la discusión se reduce a una pelea de papelitos con números), de que no nos fuéramos, de que comiéramos. Y todo ello en chino. La nieta del dueño –o una niña tratada como familiar que trabajaba de la mañana a la noche- escribía en caracteres latinos, con mucha habilidad por cierto, todas sus palabras en chino y no podía entender por qué nosotras seguíamos sin entenderla. Como si entre signo y significado la relación debiera ser directa. Obsesionada con que nos quedáramos, nos atosigaba con ofrecimientos entre incomprensibles y absurdos –comida, clases de kung fu, maestros, taxis, carne de perro- en un desorden y con una ansiedad que llegaron a hostigarnos.

Cuando del hotel logramos salir a la tiendita de la esquina y bajamos sus tres escaloncitos para llegar a un espacio semejante al de muchos pueblos mexicanos, con sus refrescos calientes, sus galletas y pocos productos caseros, suspiramos de alivio.

Luego, el paseo por la tarde que bajaba, bajo las primeras estrellas que veíamos en muchas noches, entre las escuelas de artes marciales desarrolladas por monjes budistas totalmente vegetarianos, cuyos estudiantes estaban sentados en grupo alrededor de maestros que les hacían jugar, o seguían entrenándolos, nos calmó los ánimos por completo. Helena empezó a reflexionar sobre qué son y qué no son los internados, por qué a ella los internados se le hacen un espacio que sólo sirve para aquellas madres y padres que quieren deshacerse de sus hijos, que en los internados no hay vida personal. En fin, un alegato contra la escuela represiva, contra la obligación de especializarse desde temprana edad, contra la disciplina rígida que se contradecía con las risas que provenían de los grupos de estudiantes shaolin.
Esa noche dormimos como troncos y muy temprano por la mañana, después de tragarnos el desayuno desabrido de la nieta del hotelero y sus innumerables ofrecimientos nuevamente escritos en chino con caracteres latinos, logramos entrar al valle de los templos, escuelas y pagodas de estos monjes y discípulos (hay cuatro mujeres estudiantes por cada veinte muchachos, aproximadamente) que encuentran en las técnicas de lucha más variadas –y escenográficas- el autocontrol necesario para defender la paz del Buda. No hay que olvidar que los Budas en su camino de perfeccionamiento y de iluminación, no están siempre en actitud contemplativa o retirada del mundo, sino intervienen compasivamente en pos de la justicia en la vida de los seres humanos y de los inmortales, por ello luchan contra los demonios del desorden, de la codicia, de la agresión, del desaliento que siempre están al acecho para restablecer el caos. Son ayudados en eso por sus guardianes, a lo que aspiran devenir los maestros shaolin de la perfección, que han aprendido de los movimientos de los animales a controlar sus impulsos, su fuerza, su agilidad, así como de los árboles a usar palos, chacos, espadas, lanzas.
Muchas de las escuelas y templos fueron destruidos durante las guerras internas que siguieron la caída del imperio y la invasión japonesa a China, pero fueron reconstruidos según las tradiciones y los dibujos que quedaban de los mismos. Grandes espacios para el espectáculo de las luchas, que implica también una escenografía distinta por cada escuela, se abren entre los campos como teatros al aire libre y en los templos como teatros cubiertos.
La foresta de pagodas, una seiscientas elevadas construcciones de monumentos techados y pequeños que contienen las cenizas de los monjes más famosos, descansan entre árboles desde el siglo VI de la era común.

Luego empezamos a caminar por unas montañas impresionantes, altísimas, con barrancos y cuencas de pinos y acacias donde de repente un vallecito se abre apacible al cultivo. Sus cimas son rodeadas de nubes blancas como si fueran pintadas. Un río, casi seco en esta época, corre entre dos cordilleras; algunas vacas pastan entre sus lotos en flor, un camello espera paciente a su dueño amarrado de un puente, pocos campesinos van y vienen por sus orillas.
Pasamos una tarde de alta montaña, a sabiendas de que en cualquier momento una sesentena de muchachos podía irrumpir en la escena para un entrenamiento entre rocas o sobre los peñascos (apoyan los pies sobre dos orillas de un hueco en la montaña y se quedan ahí, suspendidos en el aire, mientras rezan o se curvan para atrás hasta tocar con la cabeza la orilla opuesta de un riachuelo donde descansan sus pies). Hablamos de muchas cosas, algunas que nos venían a la mente por el paisaje humano y natural, otras que quizá esperaban desde hace tiempo ser dichas y que en la ciudad no tienen posibilidad de ser proferidas por la dictatorial imposición de tareas de la vida cotidiana.

A pesar de la perfección del día, cuando volvimos al hotel la opresión de la nieta del viejo calvo, su obsesiva petición de que comiéramos, su meterse hasta el cuarto para tocar la ropa y la computadora de Helena, y su constante ofrecimiento de que le compráramos un té frío, de que nos acostáramos, de que viéramos televisión con ella, nos inspiraron de repente para huir. Llenamos en un instante la mochila y salimos entre sus rezos, su mover la cabeza diciendo que no encontraríamos buses, ni taxis, ni trenes, que Nanjiing está lejos, que la noche es oscura, que, que, que.

La verdad es que reíamos de contento cuando nos subimos al bus que nos llevó a Song Shan, encontramos otro después de comer unas verduras amargas sazonadas al té verde y el jengibre hasta Zengzhou, y de ahí, después de un cortísimo paseo por este centro de comercio agrícola en plena expansión, otro a Nanjiing.