domingo, 22 de julio de 2007

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Mongolia 4

18 de julio

Cruzamos montañas, colinas. La nieve ha desaparecido y sólo se divisa un pico nevado a lo lejos, allende valles semidesiertos en los que corren ríos caudalosos que no logran humedecer más tierra que la que tocan.

Cuando cruzamos de las tierras de pastoricia kasaja a la mongola, de la minoría Dorvod, encontramos a un gran Ovoo donde nos detenemos a agradecer a la Madre Tierra. Poco después, llegamos a la ger de la madre y el padre de Bairdag. Helena me dice al oído que no se necesita una gran capacidad de observación para darse cuenta de quien es la persona de respeto aquí. El padre de Bairdag es un simpático señor que nos ofrece su botella de tabaco para aspirar y té caliente y abraza a su hijo, mientras su esposa, en el centro del gran tapete, debajo del altar familiar, escucha atentamente a una mujer con su hija que vinieron de muy lejos para obtener un consejo. Fuera de la ger esperan otros grupos de personas, hombres con sus caballos, una familia con un gran coche nuevo. La señora los hará pasar mientras su hijo y su esposo son circundados de amigas de su esposa que los ayudan en la cocina, la limpieza, el cuidado de la lana, la ordeña. La ger huele a incienso, la paz circunda el vallecito en el que está emplazada.

19 de julio

Uuvs Nuur: el segundo lago de Asia es salado y sólo tiene en su sima 22 metros de profundidad. A su alrededor, pantanos, laguitos, cañas y pastizales hospedan los nidos de diversos tipos de gaviotas. Plantitas moradas de tallos fuertes y miles de diminutas florecitas sobre unas hojas verdes en la base, alternan con flores amarillas, campánulas rojas, margaritas blancas y pequeñas. Los mosquitos pican sin piedad y dejan ronchas de todos los tamaños.

El microclima mediterráneo que crea este lago enorme, alrededor del cual corren grandes rebaños de borregos y ágiles camellos de jorobas erguidas, permite que otros laguitos rodeados de semidesierto se extiendan por las montañas rumbo al desierto de dunas de arena ubicado más al norte en el mundo: Altan els.

Altan Els es el escenario de la parte central de mi novela. Me emociona ver lo mucho y lo poco que me he equivocado en describir este paisaje de ensueño… o de pesadilla. Siempre me ha encanatdo describir mundos a partir del Atlas de geografía. La lectura de los espacios es casi tan emocionante como recorrerlos a pie. Y, que las diosas no me permitan mentir: cómo me gusta caminar. Si no escribiera a veces, diría que caminar es mi actividad preferida, la única que me hace sentir feliz.

Entre las montañas que encierran un valle verde, de matas duras y espinudas, con una hierba larga y cortante y espigas de algún cereal no doméstico, y las altas montañas que marcan la frontera con Rusia, se extienden por 240 kilómetros por 6 de ancho las dunas de Altan els.

En invierno y hasta abril varias familias nómadas llevan a sus borregos y camellos a protegerse del frío entre sus hondonadas. La hierba es escasa, pero la nieve proporciona el agua para la sobrevivencia.

En verano las dunas están moteadas de matas de hierba cortante.

Hay águilas, conejos, liebres, cabras de monte y algunas bandas de lobos.

Algunas hondonadas tienen una base de piedras sobrepuestas y sus dunas son más permanentes que las otras, de modo que en verano, cuando las arenas se secan, se mueven menos con el viento. En estas hondonadas se concentran la hiera, los arbustos espinudos de largas hojas aceitunadas y una que otra mata de una caña alta, verde y hueca; sin embargo, en la superficie nunca hay agua.

En la parte central de las dunas se pierde la dimensión de la profundidad. Espacios que se divisan a lo lejos como las montañas, se pierden de vista al ir hacia ellos. Igualmente, árboles o animales que parecen muy cercanos porque se pueden ver de una colina a otra en todos sus detalles resultan estar muy lejos. El aire es tan transparente como tramposo. Las voces se oyen por varios cientos de metros, pero las personas se achican y se pierden de vista. A apenas cuatro dunas de distancia, fatigaba en reconocer el lugar donde Helena se había quedado dibujando, aunque la oía cantar.

Los israelíes se quedaron en el carro bebiendo whisky y diciendo estupideces acerca de los poco que les gustan los desiertos que son buenos sólo para los “mustafás”. Por suerte pronto podremos encontrarnos con un autobús de línea y separarnos de ellos, aunque con Bairdag nos hemos encariñado bastante y nos dolerá saludarlo. Con Helena platicamos acerca del hecho que nuestros compañeros de ruta parecen no haber crecido a pesar de que son fuertes como troncos y testarudos como adultos. Helena dice que la culpa la tiene el servicio militar. Creo que tiene razón: tres años alejados de la vida cotidiana, teniendo que obedecer –que es la forma de nunca aprender a tomar decisiones-, con jefes que les dicen a la vez que su deber el una tarea común pero que los impulsan como si debieran demostrar que son superhéroes, les impidieron madurar. Ahora estos muchachos de 22 y 23 años son como adolescentes que mezclan las ganas de romper todas las reglas con una fea sensación militar de superioridad con respecto a los demás seres humanos. Son crédulos en las voces de la guía que han comprado, tanto como mandones e ignorantes como héroes bobos.

20 de julio

Helena se siente mal. Ha vomitado repetidamente durante la noche y por la mañana la sacuden unos ataques de diarrea y dolor de estómago. Le digo que es su oportunidad de sacarse de encima toda la mierda que no quiere recordar y mantener en su cuerpo. Sacude afirmativamente su cabecita, pero no sonríe. Voy a vomitar las elecciones robadas por Calderón, me dice. A las tres horas estamos en el hospital de Tes, un pueblo de 70 casas de palos de madera y bajareque donde los nómadas se dirigen cuando se enferman. Una doctora de cara redonda como la luna acaricia la frente de Helena mientras le pone suero por las venas: estaba completamente deshidratada por segunda vez en su vida.

Fotos del desierto






Mongolia 3

9 de julio

Desierto y más desierto. Luego el Khar us Nuur, el gran lago de aguas negras, el segundo de aguas dulces más grandes de Mongolia. Patos, gansos salvajes, cigüeñas, gordas gaviotas. El viento salvaje arranca nuestras tiendas de campaña. Cuando se calma, los mosquitos nos atacan. Sin embargo, en uno de sus recodos pantanosos nos encontramos con pelícanos migrantes, enormes y grises como figuras míticas.

Con el transcurrir de los días nos acostumbramos a este ir y venir de sequía y agua, de desierto y altivez combinados con verdes repentinos, ríos caudalosos y lagos salados o dulces. Dorgon Nuur, por ejemplo, al sur de Khovd es un casi mar helado y refrescante en el medio de valles desiertos.

13 de julio

Hemos llegado a los glaciares que rodean los altos y fríos pastizales de los kasajos, la primera minoría de Mongolia, que suma el 6% de la población total. La hermosura de estas cadenas de montañas oscuras, cruzadas por vetas verdes, cafés y grises, y copeteadas de nieves, es subrayada por los ríos tumultuosos que corren por sus valles, aunque los aires fríos que llegan de los glaciares de Tsambargav, aun en verano, cuando se mete el sol pueden bajar la temperatura a 0º.

Alrededor de los hilos de agua helada que bajan de las montañas se agrupan unas cuantas gers, más altas y puntiagudas que las mongolas, desde las que entran y salen niños, hombres, mujeres para los diversos quehaceres que rodean la cría de las ovejas de de preciada lana kashmir. Son musulmanes, grandes artesanas del tejido y el bordado las mujeres, y talabarteros y repujadores de metales los hombres. De ser posible medir el ofrecimiento desinteresado de todo lo que los nómadas poseen, los kasajos parecen aún más hospitalarios que los mongoles.

En la ger de una familia presidida por un anciano abuelo que enseña a entrenar águilas para la cacería a caballo durante el invierno, mismas que alimentan con marmotas y otros animales de las praderas, y que de adultas llegan a pesar 25 kilos, nos han abierto la puerta apenas nos acercamos tiritando de frío. En la mesa, al lado de la estufa de estaño prendida, han dispuesto para nosotras el yogurt más cremoso de Mongolia, leche de yegua, dulces, pan y mantequilla.

Entre los kasajos, hombres y mujeres no están juntos ni comparten sus trabajos y chistes. En la ger nos atiende el anciano con sus hijos y nietos. Su esposa y sus hijas están todavía ordeñando, o ya han entrado a la ger contigua para preparar los alimentos o lavar la lana que grandes camiones vendrán a recoger en un par de días para llevarla al mercado de Khovd y de ahí a Ulaan Baatar y Londres. Sólo un poco de la preciadísima lana de sus ovejas se queda en la familia para el tejido de fajas y tapetes.

La comunicación no es fluida. Bairdag, nuestro chofer, a pesar de su respeto budista por todas las culturas, de repente se muestra receloso con los kasajos. Parece como si se sintiera incómodo; gasta unas bromas estúpidas sobre sus costumbres y dice que son muy ricos gracias a sus rebaños y, por lo tanto, que no vale la pena que le compremos nada. Helena se enfurece. Hace tres días estalló por un chiste racista sobre los árabes –que ella adora, cual si todos fueron su amado Ahmed- y les reclamó a los israelíes ser “matapalestinos”. Así que ahora no se va a callar con Bairdag, al que le dice que sus chistes no son divertidos. Nuestro chofer no entiende, intenta explicarle que mongoles y kasajos viven en condiciones muy parecidas, pelearon juntos primero contra los chinos y luego contra los rusos blancos, tienen casi las mismas costumbres con respecto a caballos y rebaños, pero no son lo mismo. Helena dice que entiende, pero que no por ello tiene derecho a ofenderlos. Dejan de hablarse por un buen rato.

Un niño muy pequeño, con una grave parálisis cerebral, juega en los brazos de su hermano mayor, que lo carga y acaricia sin cesar. Helena se va a jugar con ellos, mientras el anciano con su abrigo bordado y su hermoso sombrero de alas levantadas, nos invita a ver su águila. Nos levantamos todos, pero Bairdag se queda sentado y los israelíes titubean. El anciano se siente tan incómodo con la actitud indisponente del grupo, que termina diciéndonos que si queremos fotografiarlo deberemos pagarle 2000 tugruts por persona. Está enojadísimo. Aceptamos; es la única forma que el chofer nos ha dejado de corresponderle con algo.

Dejamos la ger bajo un aire helado que nos hiere el rostro y se mete bajo la ropa. A los pocos kilómetros, el viento amaina y, aunque no hace calor, dejamos de sentir frío. El gran torrente que corría bajo el glaciar se ha dividido en una red de hilos de plata cristalina que atraviesan el valle. Personas y animales beben de ellos. Su sonido sosiega. Llegamos a una ger de pastores kasajos que nos ofrecen dormir con ellos. Son evidentemente menos ricos que la familia de domadores de águilas; el tamaño de sus rebaños es reducido y hay menos tapetes y bordados alrededor de su ger. Pero su hospitalidad no es menor y llenan su mesa con todo lo que tienen, en particular un queso de espuma de crema que tiene un sabor casi dulce. La esposa del pastor y sus dos hijas mayores nos preparan una pasta fresca de harina y agua que fríen con pedazos de cordero. Las niñas más pequeñas y los niños, ocho en total, juegan a su alrededor. Antes de su primera menstruación, las niñas son juguetonas y tan libres como los niños. Casi podría decirse que antes de la expresión de su sexualidad, mujeres y hombres no tienen sexo y, por lo tanto, tampoco responsabilidades genéricamente definidas. Sólo después de que el pasaje de la infancia a la juventud se hace evidente, a las mujeres se les carga con todos los trabajos relativos a la cotidianidad, así como se les cubre el cabello y se les deja comer después de los huéspedes y los hombres. A los niños se les separa de sus juegos un poco más tarde. Entonces son enseñados en las labores de la pastoricia y se les lleva a las más rudas actividades de la vida nomádica. No es de extrañar que para los kasajos, la infancia es cantada y descrita como la época dorada de la vida a la que todos quieren volver.

Por la mañana habiendo sido la primera en despertar, me encontré con la señora que ya estaba preparando el pan y acomodando la leña. No quiso que la ayudara, sólo me sonreía en continuación. Cuando terminó de preparar la leche, entró a la ger y me trajo una crema para la herida que me provoqué en la pierna con la fricción de los estribos de la silla mongola. Poco después, su marido nos llamó a todos para que entráramos a probar su excelente yogurt.

15 de julio

¿Qué es ser una minoría? Al amanecer entre las cumbres de Tavan Bodg Uul, donde la nieve no sólo define la altura de las mayores montañas de Mongolia sino también la frontera con Rusia, Kazajstán y China, me pregunto por qué un kasajo escoge ser mogol, cuando tiene al lado, con el mismo clima y las mismas oportunidades, un país podría ser parte de la mayoría, y donde todos hablan su lengua y el muecín canta desde el minarete de todos los pueblos. Me lo pregunto porque la discriminación en Mongolia es velada, no se expresa violentamente, pero es evidente. Los kasajos no tienen un sólo programa de radio o de televisión, su ciudad más importante, Ulgy, es grande y rica y sin embargo sólo tiene una escuela y el museo que cuenta la historia de los montes Urales y sus culturas, entre ellas la kasaja, no cuenta con ayuda estatal. Los pueblos mineros de la región, como Hotgur Hurka, parecen olvidados desde hace años y la belleza de su arte no es considerada por los fotógrafos que ven a los mongoles como una sola nación.

Sin embargo, estoy segura de ello, existe un orgullo especial en ser minoría. Se es lo que no todos son y con ello se desmiente la mecánica definición nacional. Se habla una lengua que es la marca de la diferencia, se puede mirar a la persona con privilegios nacionales como lo que es: un ridículo dominante, una persona que no tiene a su favor sino el número de sus iguales. La persona que pertenece a una minoría siempre puede apelar a una historia personal, la de la propia aceptación o de la resistencia a la dominación, nunca es un número indefinido para sí misma.

Pienso en minorías que tienen la vida muy difícil, muchas veces habiendo perdido sus derechos a la tierra, como los palestinos, los tibetanos, los saharauis y la mayoría de los pueblos autóctonos de América. Viven en condiciones extremas, y a diferencia de los kasajos no tienen un país propio en el que refugiarse. Pienso en ellos y, en el fondo, veo el mismo orgullo de quien puede escupir a la cara del mayoritario su altanería de diferente. No hay tierra que valga la muerte propia o de los hijos de no ser que permita identificarse con un valor moral que el pueblo dominante no comparte y que se encarna en una lengua, una religión, una forma de ser.