jueves, 7 de junio de 2007

4 de junio de 2007

Llueve sobre las montañas de WutanShan, el cielo es gris pero finalmente lo es por las nubes y no por el polvo de carbón que tragamos durante los últimos tres días cruzando las provincias de Hebei y Shanxi. Los monjes de este lugar, cuyo nombre significa más o menos Muy Muy Lejano, barren el patio de piedra gris, las montañas son verdes oscuro, el aire vibra de un frescor picante, truena y me siento feliz. Helena duerme, lo cual sé que la hace feliz a ella.
Llegar no ha sido fácil. De Datong donde nos encontramos con el mexicano Bernardo De Niz en la plaza del domingo –“qué chiquita es China”, bromeamos con una falta total de originalidad-, la visita a los monasterios colgantes de la montaña Yunfeng y a las cavas de los 1000 Budas en Yungang nos dejó impresionadas. Saliendo de una ciudad carbonífera, que se moderniza con la rapidez que sólo China puede imponer a su gente, donde es obvio que los caballos y los burros han sido sustituidos por carros hace menos de una década y la gente mantienen aún la curiosidad (¿de dónde vienes?, ¿cuántos años tienes?, ¿desde cuándo estás en China?, son preguntas tan repetitivas como el ¿te gusta México? que todo taxista o ama de casa se siente en obligación de preguntar a cualquier extranjero, aunque lleve treinta años en el país), la gentileza y la gula de la provincia (por el centro, en las cuatro cuadras históricas y hermosas que se mantienen de pie, cientos de puesto de comida ofrecían pinchos de todo tipo de carne, semillas, panes al vapor, verduras rebosadas, rebanadas de fruta), pues saliendo de su periferia descubrimos que desde hace siete años durante la primavera y el otoño brigadas de jóvenes se dedican a reforestar las montañas como parte de un programa de reconstrucción de la China devastada por las deforestaciones masivas de las décadas de 1960-70.

Los bosques son jóvenes, las montañas suaves, los cultivos en terrazas. Más aún, las únicas casas nuevas realmente hermosas que se ven en China son las de los campesinos ricos que se las construyen según patrones milenarios, en las esquinas este y sur de un patio cerrado de ladrillo o adobe, que contiene un huerto y espacios para la vida comunitaria, y está cerrado por una puerta que da a las pocas calles del pueblo. La casa como tal tiene una sala central y dos cuartos a los lados; sus techos de dos aguas para que la nieve en invierno pueda escurrirse tienen remates de pagodas y curvas suaves en cada ángulo. El baño está siempre fuera de la zona de dormir y comer, en el patio.

Desde hace un año los campesinos ya no pagan impuestos sobre su producción al gobierno, como una forma de evitar la migración a las ciudades. La tierra está bastante erosionada, la polución del aire y las partículas de carbón caen por todos los lados, no obstante las técnicas agrícolas son perfectas y cualquier rincón de China que no sea ni bosque, ni lago ni ciudad está cultivado.
Por ahí llegamos al sitio de Hengshyshan, al lado de un laguito formado por una presa de 86 metros. En la montaña de roca el monasterio de Yunfeng cuelga sosteniéndose apenas de pocos palos que lo apuntalan. Las flores y los budas, los símbolos del sol y el viento pintados a pincel sobre la madera verde, los pequeños cuartos de este santuario que debía recibir muy pocos monjes ascetas, la verticalidad de la pared del que está colgado, son sensaciones que ni los miles de turistas chinos pueden arruinar.

Por la noche, de regreso a Datong, descubrimos que las medidas de control de divisa en China siguen vigentes y es casi imposible cambiar dinero, aunque es muy fácil retirar de los cajeros. Por la mañana peregriné por varios bancos hasta dar con la única sede del banco de China de la ciudad que tenía permiso de cambiar la moneda que fuera, euros, dólares, yen, pesos mexicanos: aquí no hay ninguna veneración por la moneda de ninguna potencia o país de economía mediana, sólo los yuanes cuentan. Finalmente salir hacia Yungang en autobús fue una rica experiencia, de no ser que Helena estaba en un día no, es decir en la chipilez absoluta y quería a papá, volver a México, dormir, estar sola, no caminar, no comer, no, no, no.

Por suerte las dieciséis cavas con los mil budas, entre ellas la que contiene a una estatua de un Buda sentado de 17 metros, escarbada en el siglo V de la era común, la paz de los jardines circundantes, las pagodas donde estar sola, el laguito de lotos florecientes –florean sólo dos meses al año y en esta estación- la tranquilizaron y volvió a ser la helena fascinada con la foto, la que sonríe y se interesa de siempre.

Yungang fue construido entre 453 y 494, cuando la dinastía Wei de la etnia Tangut, del norte de China, fijó su capital en Datong, un cruce entre las culturas mongola, india y centroasiáticas. Cuarenta mil trabajadores esculpieron escarbando estas grutas de decenas de metros de altas, con todas las representaciones del budismo más ferviente, luego las abandonaron cuando la dinastía Wei estableció su capital en Luongyan, obligándolos a trabajar en las cavas de Longmen.
Cuando por las tardes tomamos el tren rumbo a Xinzhou, nos llenamos de carbón. Cruzamos las dos cuencas carboníferas más grandes de China, “el mar de carbón” como lo llaman. Montañas de piedrecillas negras y centenares de camiones cargados nos acompañaron durante todo el viaje de cinco horas. No obstante, también las montañas más suaves, las colinas recortadas en terrazas por la mano del ser humano para sus cultivos, los sauces, los riachuelos, y valles de maíz y parcelas de arroz nos alegraron la vista. Xinzhou resultó realmente inhóspita de no ser por un taxista sonriente, dispuesto a desafiar las montañas de noche para llevarnos a 160 kilómetros por sólo 300 yuanes. La verdad que unas viajeras sensatas se hubieran aguantado una noche en una ciudad fea, en un hostal feo y caro y se hubieran tomado el camión de las 5 de la mañana. Pero Helena y yo no tenemos nada de sensato, menos nuestro placer por la paz de la mente, y decidimos lanzarnos a la aventura. La carretera, asfaltada en parte, en otras terracería y en otras más rodeadas de sauces y tan ancha como una autopista, nos ofreció varias sorpresas: camiones de carbón en sentido contrario, bicicletas sin luces que te obligan a frenar sobre el suelo mojado, un chofer que para no dormirse pone una música disco punchis punchis en chino.
Los monjes de WutanShan dicen que al cruzar las montañas siempre se encuentran demonios. Y tienen razón, la paz se alcanza después de dejar atrás el infierno.

Los primeros monjes de estos monasterios para llegar aquí viajaban más de un mes a pie, nosotras sólo nos tardamos tres horas y medio, pero los funcionarios chinos de entrada a la zona de las montañas, que querían cobrarnos hasta la vida, primero dijeron que pagaba sólo yo -salí bajo la lluvia y compré el boleto-, luego que Helena pagaba la mitad –volví a salir-, luego que también el chofer debía pagar. Ahí me rebelé, le pagué al simpatiquísimo chofer y decidí hacerle un pancho marca diablo al burócrata chino. ¿En qué lengua? Sepa. Por suerte Mónica adora pelearse por las demás y tradujo todo mi enojo. Finalmente un auto con tres jovencitos lugareños decidió llevarnos hasta el monasterio bajo la lluvia que arreciaba.

Otro demonio de las montañas son las pagodas que los mismos funcionarios que cobran la entrada han decidido adornar con lucecitas de colores parecida a las de las navidades mexicanas. En el medio de la sobrecogedora presencia de las cimas, las barrancas y los árboles, lo sagrado convertido en Disneylandia provoca más tristeza que vómito.

Pero, nomás al llegar a la puerta del monasterio, la cara sonriente del monje que se desveló para
esperarnos y que nos recibió con un afecto desapegado, un interés por nuestra humanidad y no nuestra persona, disipó todo miedo y todo malestar. Cuando, después de habernos acomodado en dos cuartitos bajo los techos, nos invitó a los rezos de las 4 de la mañana nos dimos cuenta de lo que significaba para él haberse quedado esperándonos hasta la 11 de la noche. Sin embargo, los vimos alejarse sereno, alto y delgado, y nos dios felicidad ser sus huéspedes.

Perder el tren y descubrir problemas

Perdimos nuestro primer tren chino. La verdad es que llegamos al andén con 14 minutos de atraso y la puntualidad china es cuestión de disciplina confuciana. El policía que nos bloqueó el paso, miró nuestros boletos y luego nuestras caras como si estuviéramos locas: ¿cómo se nos ocurrió pensar que un tren pudiera tener semejante retraso? Casi nos pusimos a llorar. Obtener los boletos ayer nos costó buscarlos durante toda la tarde. Además quien cree que la Estación Central de Beijing es enorme es porque todavía no conoce la estación del Oeste, frente a cuyas dos torres y debajo de los puentes peatonales cientos de chinos están sentados esperando el tren, la vida, la salvación, las langostas.

El demonio de taxista se tardó más de una hora en llegar. Luego, pedir informes estuvo en chino. Nadie podía decirnos por dónde salía el tren a Datong. Los caracteres de la tabla de información estaban en chino. Probablemente, debido a nuestra pronunciación los funcionarios del ferrocarril ni entendían a qué ciudad queríamos llegar. Sólo gracias a los alegatos de Mónica Ching Hernández, nuestra brillante amiga y traductora del chino literario al español, introductora de un taller de traducción entre los escritores de Beijing, logramos cambiar los boletos para las 3 de la tarde.

Decidimos entonces pasar una mañana de cuento. Es decir, irnos al jardín que según la tradición inspiró a Csao Xue Qin para escribir Daquan, “El jardín de la vista sublime”, la primera novela moderna de China. En la época que iba de la dinastía Ming a la Qing, a principios del siglo XVII, trató el amor como un tema válido para la alta literatura y no sólo para las comedias populares de tintes vulgares. Junto con el amor imposible de un protagonista bisexual, amanerado, renuente a la cultura de los exámenes imperiales, gran poeta por su prima más refinada, conocida desde vidas anteriores, Csao Xue Qin reflexionó sobre lo que es la profundidad del ser, la libertad del artista, la decadencia, el deber, la poesía, el saber.

Lo sabíamos casi todo, menos que el 1 de junio es el día del niño en China y que los laguitos, los jardines de piedra –llamados también falsas montañas-, pabellones y el museo estarían a reventar de niñas y niños acompañados por sus abuelas y madres. La estridente y melódica –no es un oximeron, es lo que me parecen a mí que soy una ignorante de la música las composiciones chinas- música de los Erhu, unos violines tradicionales de dos cuerdas, estaba sofocada por los gritos de escuincles consentidos en el día del año en que nadie les niega nada.

Ahora sí, desde las dos estuvimos en la sala de espera para subir al tren. Luego descubrimos que los trenes chinos, además de puntuales, son limpios, rápidos y cómodos. Tienen literas de segunda y de primera, sillones, vagón restaurante. Cruzamos la provincia de Beijing con sus fábricas de todo tipo, luego las minas de carbón del estado de Hebei y finalmente llegamos a ver nuestros primeros rebaños de cabras, carretas jaladas por burros o caballos, campos hundidos de arroz. En los últimos veinte años se ha intentado reforestar China después de que la revolución cultural aunada al desarrollismo industrial arrasaron con bosques milenarios. Cientos de árboles jóvenes están plantados para servir de rompevientos y para atraer el agua del cielo. La provincia de las montañas del oeste, que eso significa Shanxi, es hermosa y profundamente budista.

Nomás al llegar al hotel nos dimos cuenta que nuestras visas se nos están agotando y que si queremos ir a Mongolia deberemos salir de China antes del 22 de junio, y volver antes del 27 de julio y luego pedir una prolongación de la visa. Además fuera de un hotel de la zona internacional de Beijing, el aeropuerto y un banco de la zona rusa de Beijing cambiar dinero, sean dólares o euros, es sumamente difícil y, una vez pagado el hotel de Dantong, nos hemos quedado con 150 yuanes.