martes, 3 de julio de 2007

Mongolia I

En el tren
Arena hacia todos los puntos cardenales y un polvo amarillo que cae sobre las puertas y los pasillos del tren. Desde las ventanillas, la mirada corre sin límites hasta el borde azul del cielo. Una llanura que en verano es amarilla y en invierno blanca, sin vegetación. La verticalidad se recupera sólo con las lejanas figuras humanas o los sucesivos y solitarios postes de la corriente eléctrica.

De repente, un perro corre a un costado de la vía. ¿De dónde vino? ¿Adónde va?

Horas después, cuatro carros a lo lejos en fila india. Las huellas de sus neumáticos se quedarán en la arena por semanas.

En las montañas de Gengis Khan
Gacelas de cola blanca. Ágiles cabras enanas. Venaditos de largas patas. Corren en fila india por las faldas de las colinas.

Cuatro días en Terelj
¿Por qué Mongolia? Seguramente porque es parte de mis juegos literarios ir a conocer los lugares que describí anteriormente. Quiero comprobar si la ciudad, el país o la región que reinventé como escenario de mi anécdota o como espacio donde ubicar los sentimientos y los límites morales de mis personajes les corresponden por su realidad física o por el comportamiento de su gente. Lo hice con la Venecia de uno de mis primeros cuentos, con el Brasil de Estar en el mundo, y ahora con la Mongolia de Al paso de los días.

Los lugares los reinvento, o más bien los construyo, a partir de las emociones, las actitudes y las situaciones que me despiertan los reportajes, los cuentos o las narraciones de viajeros. Casi nunca me han decepcionado los países que fui capaz de recrear a partir de las palabras escuchadas o leídas (las imágenes, sean fotos o cine, por el contrario no me despiertan ninguna capacidad imaginativa).

Ahora, a punto de partir rumbo a las doradas arenas de Altan Els donde mis personajes se desnudan y mueren, estoy sintiendo que realmente Mongolia es una última playa para la expresión humana.

No obstante, hay algo más que descubrí estando en Mongolia. Extraño lo que sentí hace treinta años cuando llegué a México y que ha desaparecido de mi país adoptado: vivir con derecho al tiempo.

Durante cuatro días que con Helena reenviamos la decisión de volver a Ulan Baatar. En la reserva natural de Terelj, apenas a 80 kilómetros de la ciudad, vivimos como huéspedes en una ger (la tienda redonda que los turcos y los rusos llaman yurta) de una familia de pastores Khalk.

Al no existir una política del hijo único como en China, las mujeres mongolas tienen los hijos que ellas quieren y generalmente se detienen cuando han traído al mundo un número semejante de hijas e hijos (2 y 2 o 3 y 3). Los hombres son cariñosos y atentos con los niños, aunque la mayor parte del trabajo en la vida de los pastores nómades recae sobre las mujeres: preparar la comida, mantener limpias las sillas, la ger, la ropa, las ollas, la estufa, ir por leña o por bosta seca para alimentar la estufa, ir por agua.

A muy temprana edad, alrededor de su octavo año de escuela a los 15 años, las y los hijos empiezan a trabajar, aunque existe un enorme respeto por parte de los adultos de los juegos (y del tiempo para jugar) de los niños y los jóvenes. En lleno verano, ahora que el sol se oculta a las 10 de la noche, los alrededores de nuestra ger resuenan de las voces de las muchachas y muchachos que juegan básquet, luchan, cantan. Si hace frío o llueve como hace dos noches, en la ger se juega con los huesos de los tobillos de las cabras. Cada uno de sus cuatro lados representa uno de los animales emblemáticos de la vida mongola: borregos, cabras, caballos y camellos. Cuando los huesitos se lanzan sobre el tapete, por turnos, hay que empujarlos con los dedos de la mano derecha para que choquen sin tocar a un tercer huesito.

Nuestra anfitriona, Daara, es una campeona a la que aplauden el marido y los hijos. A mí me costó mucho reconocer los lados de los huesitos, en particular confundía caballos con camellos. Pero una vez diferenciados, mi pasado de jugadora de canicas me ha llevado a ganar unas cuantas manos.

Por las tardes, Daara no nos permite ayudarla en sus quehaceres, pero sus hijos nos llevan con gusto a reunir el ganado. En un principio quisieron comprobar qué tan bien montamos; una vez aceptadas, nos convertimos en sus acompañantes habituales. Para impresionar a Helena (que cada día es más bella gracias al sol mongol que nos está dejando del color del bronce), hacen alarde de sus habilidades de jinetes. Parten al galope saltando sobre la silla, persiguen los animales con una larga pértiga de madera; si un caballo o un yak se les escapa lo atrapan con una cuerda que cuelga de uno de sus extremos. Cuando a Helena se le cayó el sombrero, el mayor de ellos se lanzó al galope para recogerlo inclinándose sobre une estribo. Lástima que Helena mirara hacia otro lado: yo quedé muy impresionada.

Sólo al regreso de estas correrías por valles verdes encerrados entre montañas de roca –que en ocasiones interrumpimos para bañarnos en ríos helados y limpísimos- podemos ayudar a nuestra anfitriona yendo con ella a ordeñar su henak –mestiza fértil de una vaca y un yak- para luego preparar un yogurt cremoso y de sabor fuerte. La leche se hierve sobre fuego de bosta, porque es más constante que el fuego de leña. Cuando empieza a crecer la leche, con un cazo de mango largo se levanta y se deja caer desde aproximadamente un metro de altura una y otra vez hasta que se esponja. Entonces se le agrega un tazón del yogurt del día anterior y se vuelve a remover con la misma técnica por unas seis o siete veces más. Se saca del fuego y se deja descansar hasta la mañana siguiente cuando lo desayunamos con hambre. Si además del yogurt se quiere preparar mantequilla, antes de agregar el yogurt del día anterior se saca la espuma de la cazuela de la leche batida y se deja descansar al aire frío. Por la mañana, la grasa ya estará convertida en una delgada capa de mantequilla

Las noches en las montañas son frías e intensamente estrelladas en este país de constante cielo azul. El resplandor de nuestra luna creciente se refleja sobre las montañas dando pie a uno de los pasatiempos preferidos de los mongoles: encontrarles semejanzas a las rocas. Mujeres dormidas, tortugas, monjes y simios son las más recurrentes; hay también rocas dinosaurios, elefantes y monstruos

Hoy por la tarde, se perdió el becerro de la henak. Con nuestra anfitriona salimos en su búsqueda armadas de un binocular y un bastón. Cuando lo encontramos, a la señora se le iluminó el semblante y regresó al campamento riendo y empujando al animalito. Nunca habíamos visto una felicidad tan simple y tan completa. Al llegar a la ger, nos preparó una taza de té verde de hojas ahumadas con leche y sal –el típico té mongol- y nos contó una larga historia de la que sólo entendimos tres palabras: Gengis Khan, cabra y yak. La voz de Daara alcanzaba a veces una profundidad de tonos épicos; sentí hondamente no entender esta lengua consonántica y fuerte.

Para no idealizar a los mongoles:

a) Es imposible encontrar algo de comer que no sea carne y leche

b) Es imposible rechazar cualquier ofrecimiento de comida o dejar algo en el plato

c) Es suficiente pasear una noche cuatro mujeres por las calles de Ulan Baatar como lo hicimos con dos españolas al volver de Terelj hoy. Por la Avenida de la Paz, que corre de este a oeste, y es la principal calle de la ciudad, presenciamos la brutal división entre la vida urbana y la vida rural, existente en todas las culturas. Niños en situación de calle merodean las puertas de los restaurantes para obtener una limosna; un ladronzuelo intentó robarle el bolso a Helena, acercándosele por la espalda y asustándola; un hombre borracho jalaba de un brazo a una mujer que a gritos se negaba a seguirlo y le dio una bofetada y la arrastró hasta que nosotras llamamos a la policía que los separó. Con apenas un millón de habitantes, Ulan Baatar es una urbe donde la brutalidad de la sobrevivencia y la jerarquía de clases son ferozmente evidentes.

Para volverlos a amar

Es suficiente con entrar en la más absurda e irónica de las discotecas, “Issimus”. Entre cuadros de todo tipo, y detrás de mullidos sofás, la pista de baile está presidida por una estatua de Stalin recuperada de una demolición. Las luces le dan un aspecto de malo de película, con su pose napoleónica de mano en el pecho y mirada hacia delante, y los mongoles bailan a su alrededor echándole luces de colores al rostro.