domingo, 2 de septiembre de 2007

Hace ya tres semanas que estamos en Tibet y ni Helena ni yo sabemos a ciencia cierta qué nos provoca saber que la region autonoma de Tibet, la que tiene a Lhasa por capital, es grande dos veces Francia, pero que Tibet es mucho más grande, teniendo regiones enteras en las provincias de Qinhai, Sichuan, Ganzu y Yunan.
En Ganzu fuimos felices en Labrang, Mache, y en las altas montanas de Dzta, cerca de Luchu. Gozamos seis dias de una feria de caballos entre gente que cantaba de noche, le colgaba magnificas bufandas a sus cantantes preferidos y a los mejores caballos y nos sonreía, nos hablaba. También trabamos amistad con muchachos tibetanos, una simpatica israelí que vivía con ellos, Sivan, y nuestro masajista Tensin, con quienes platicabamos de todo y nos enseñaron a ver lo que ningun tursita realmente ve: la contradictoria felicidad e infelicidad de la gente. Como para mí, para muchas tibetanas/os las calles asfaltadas son heridas en la Madre Tierra, pero también los hay a los que les gusta que el camion no salte. Todos odian que en las universidades no se pueda entrar si no se habla y escribe perfectamente el chino, sin importar que la madre lengua sea el tibetano. Y muchos nos hicieron notar las tácticas (que las latinoamericanas conocemos muy bien, asi como los palestinos y las saharauis) de minorizacion y pauperizacion de la poblacion local: cuando terminaron de construir el ferrocarril que une Pekin a Lhasa, a los chinos han se les ofreció ayuda financieria, salarios duplicados y casa para trasladarse a Tibet, de modo que ahora los tibetanos son apenas el 40 por ciento de los habitantes de sus tierras.
La provincia de Qinhai nos aterró. Ahi se encuentra el lago salado de Gahe Tso donde se supone que nació el pueblo tibetano, pero los chinos no se contentaron con transformarlo en una zona túristica donde ir a comprar perros de pastor tibetanos y collares, sino que le han construido al lado la principal ciudad china de productos nucleares.
Las ciudades grandes son tremendas, sucias como en toda china, contaminadoras, como Xining, desde donde tomamos el tren para Lhasa.
No se crean, lo dudamos mucho. En un principio no queríamos tomarlo porque nuestros amigos nos avisaron que es el tren del colonialismo. Además las agencias de viaje chinas son tan puercas y corruptas que compran todos sus boletos apenas salen (en China los boletos se ponen a la venta con 12 días de anticipación y no se puede reservar), de modo que para ir a Tibet desde las ciudades de Pekin, Chengdou (otra ciudad tibetana convertida en megalópoli china), Xining hay que comprar los boletos de las agencias o al mercado negro. No había un solo boleto en la estacion de ferrocarril, pero el tren en el que viajamos había por lo menos 80 asientos vacíos. Y eso que para viajar le compramos a un obsequioso bandido un boleto de asiento duro !!!al precio de un vagon lit!!!
Un adorable monje en el tren (24 horas, sin contar los retrasos) nos contó que el budismo entró al Tibet en el siglo III donde se encontró, incorporandolo, con el animismo chamanico Bon. Poco después asumió también las influencias esotéricas del budismo tántrico indio. De tal modo, hacia el siglo VII nacio lo que hoy llamamos budismo tibetano o lamaico. Mientras el monje nos contaba esta historia, pasabamos, entre cordilleras nevadas, por un altiplano que se extiende a 4000 metros de altura, entre lagos, praderas y ríos, manadas de yaks, y desgraciadamente campamentos militares esparcidos. Cruzamos un paso de 6000 metros de altura, pero el tren es oxigenado y no sufrimos ningun malestar.
El monje siguió su relato: los templos de Gandan, destruido en 1959 y reconstruido hace poco, fue fundado por Songkapa en 1409. Ahi se asento la Gelugpa, o secta del sombrero amarillo, a la que pertenece el Dalai Lama. En 1641, la Gelugpa apoyo el budismo en Mongolia, de ahí que el nombre de Dalai sea un nombre mongol, ya que significa Océano de Sabiduría.
La invasión china de Tibet inició apenas terminada la Segunda Guerra mundial, en 1950, aunque culmino en 1959 con la expulsión del Dalai Lama de Lhasa, la destrucción de innumerables templos antiquísimos y la masacre de 1 200 000 personas. 100 000 se refugiaron en la India y en Nepal y desde ahí se dedicaron a dar a conocer el budismo y la realidad tibetana. Hoy en día, nos decía el monje, esta masacre se ha detenido y todas las apariencias son pacíficas. Se reconstruyen monasterios, se permite el culto, pero en realidad se sigue llevando a cabo un genocidio cultural del pueblo tibetano, que se manifiesta en una impuesta y diferenciada chinización de la cultura tibetana.
Con estas informaciones llegamos a la una de la manana a Lhasa, en una estacion moderna, limpia, iluminada y muy grande, ubicada a 5 kilometros de la ciudad. Nos subimos a un taxi tibetano, rechazando los taxis oficiales de la estación, todos concesionados a chinos.
Nos habian ofrecido varias direcciones de hoteles y dimos con uno con baños calientes las 24 horas (Helena estaba feliz, pero una de las delicias de Ganzu, para mí, fue que no tuve que banarme en 15 dias!!!). La calle principal, que corre desde abajo del Potala (que no visitamos porque nos escandalizó la misma política de las agencias de viaje de comprar todos los boletos para revenderlos al mercado ilegal, de modo que para entrar se les paga al Gobierno chino y a los empresarios chinos) hasta el mercado, se llama Calle Pekin. Pero no es fea. Por el contrario, Lhasa sigue siendo entranable, con sus construcciones de piedra y ventanas paralelepipedas, con su mercado para los turistas y sus luces de neón chinas y, sin embargo, su gente sonriente, sus transacciones sobre la palabra, sus peregrinos que rezan mientras caminan, sus tienditas.
Al segundo dia, nos fuimos al templo de Jokhang, del siglo VII, hermosísimo y con murales inimaginables por su colorido y complejidad mitológica. Miles de monjes y peregrinos rezaban en coro, mientras turistas atropellados, manadas empujadas por las agencias de viaje caminaban entre ellos, sacaban fotografías, se perseguían, reían, se llamaban de un punto a otro del templo. De repente con Helena nos encontramos bañadas en lagrimas. La falta de respeto tan brutal nos había ofendido y no sabiamos qué hacer. Eramos dos turistas más y no teníamos forma de parar esa avalancha de violadores inconscientes. Tuvimos que salir con el corazon enchido de tristeza.
Sin embargo, nuestras contradictorias sensaciones de turistas tocadas por la realidad tibetana no terminaban ahí. Todavía con el corazón hinchado de lágrimas nos fuimos a admirar las hermosísimas exposiciones de arte sacro, las divinidades de la compasión, de la salud, de la sabiduría, los Budhas que las inspiran, las flores, los demones defensores. Un mundo de arte sacro que se transmite de maestro en maestro y que, desgraciadamente, no está al alcance de nuestros bolsillos. Hablamos con uno de los pintores. Helena le dijo que su padre pinta, y nos invito a tomar té y nos explico cada Tangkha. Fue una tarde que nos consoló por completo.
Luego, ya repuestas, nos encontramos con una oferta turística maravillosa: lanzarnos a hacer rafting por el Tulung Cha, el río que baja de la Nenjingtong, la cordillera paralela al Himalaya que cierra al oeste el altiplano tibetano. Y ahí nos fuimos, a remar por las tumultuosas y frías aguas con seis polacos y tres tibetanos como guías. Acampamos a orillas del río, cerca de un puente colgante en el que la banderas de rezo ondeaban al viento, entre yaks (desde Mongolia son mis animales favoritos) y escuchamos nuevamente los cantos de los pastores.
Poco antes de tener que salir (mañana se nos termina la visa y debemos irnos a Nepal), nos lanzamos a rezar en dos monasterios que pueden alcanzarse en camion desde Lhasa: el bellísimo Gandan, donde en el aula de las reuniones pudimos estar mientras los monjes rezaban y donde luego fuimos bendecidas con el sombrero de Songkapa, y del cual hicimos una cora alrededor de la montana que sostiene los restos del Monasterio destruido en 1959 y los actuales salones de Tsokchen, Yangbachen y la estaua del Budha Sakiamuni, el trono dorado y la cava donde Songkapa se cultivo a sí mismo en las doctrinas sagradas, en nombre de nuestras amigas, de la abuela de Helena y de un amigo que finalmente se ha enamorado.
Pasamos toda la manana caminando, respirando, meditando. Luego nos fuimos al templo de Dalemi, que tambien fue mandado construir por Songkapa en 1419.
Al regresar a Lhasa, nos sentíamos con una mezcla de gratitud por haber podido estar, nostalgia previa a la separación con estas tierras, y una ambivalente sensación con respecto a China. Pues el país que nos fascinó y que consideramos uno de los más extraños engendros de la historia más antigua con las corrientes mas contradictorias de la modernidad (mercado y maoismo, para darnos a entender), que creemos sinceramente que debe ser visto sin las anteojeras del arqueologismo de algunos occidentales y sin los prejuicios sobre el socialismo que se transforma de otros, pues ese país no es sino uno más de los paises colonialistas del mundo. Y eso sí, para mí, el principio básico de las relaciones internacionales es la autodeterminación de los pueblos. La verdadera, porque la treta de los referenda de autonomía donde participan los emigrados semiforzados (o muy beneficiados) de la colonización nos la conocemos desde que trabajamos sobre los saharauis.

De Ulaan Baatar a Beijing II

Llegamos a Beijing a las 5 de la mañana y los mercados y las tiendas departamentales ya están abiertos. Compradores y vendedores se disputan la madrugada. También hay borrachos que se despiertan entre orinas bajo un puente, viejitas que van al parque para hacer gimnasia, policías que salen a dirigir el tráfico.

El calor es sofocante: 40º en medio de una humedad que se corta con el movimiento del brazo. El cielo es gris, triste. No nos gusta, realmente no nos gusta Beijing. Helena y yo nos sentimos sofocar.

El lama Temple Youth Hostel es un refugio delicioso. Una gran construcción de jardín al fondo de su sala deja caer lentamente el agua de una fuente; las mesitas están dispuestas de manera que se enfrenten unas a otras para dar al mismo tiempo lugar a diálogos y posibilidad de intimidad.

Helena se niega a ir a ver el Templo de los Lamas, me acompaña a regañadientes a la ceremonia del té. No quiere hacer nada. Sólo quiere hablar con su abuela, pero en China es más difícil conseguir un teléfono público que en Mongolia. Aquí todo se debe resolver de manera individual, es el país de los hijos únicos, de la malcriadez egoísta de los pequeños emperadores consumistas.

Nos dormimos agotadas por el calor. En la noche salimos. El clima es igualmente sofocante, aunque el jazz que acompañan los tambores del marido de Mónica, en la islita de piedra del lago de Ritan, entre árboles y mosquitos es realmente bueno.

Nos mudamos a la casa de Bernardo. Se acaba de mudar y la está acomodando. Es pequeña, acogedora y de pisos de madera en un lugar silencioso a pesar de estar a una cuadra de la gran avenida de los restaurantes.

Compramos fruta y brocas para el taladro. Salimos a su antigua casa para saludar a nuestra primera anfitriona y ayudarlo a empacar. Luego voy a buscar el permiso para entrar a Tibet: cinco días para que nos digan si sí o si no. Helena se va a hablar con su abuela. Con trece horas de diferencia de huso horario es bastante complicado no despertarla.

Si Mongolia es el país de la hospitalidad, China lo es de la ley por encima de todo. Esto puede ser aberrante cuando una madre a punto de parir se dirige al hospital del estado para una revisión y los médicos le matan a su hijo en el vientre con una inyección de veneno y luego le revientan el cráneo con un forceps para sacar a pedazos al cadáver porque descubren que su tarjeta hospitalaria estaba vencida desde hacía tres meses. Nadie debe dejar vencer sus permisos. Nadie debe saltarse las revisiones obligatorias. O puede ser simplemente ridículo, cuando el portero no te deja subir al departamento porque la regla dice que debes tener tres llaves y sólo tienes las dos que realmente se usan.

Después de escuchar, los testimonios más horribles acerca de las políticas de natalidad, las aberraciones de un sistema de salud pública que sigue su propio programa de cuotas en términos de control poblacional y esteriliza sin consentimiento a mujeres de la minorías étnicas que supuestamente no tienen límites en su derecho a la maternidad (la política del hijo único sólo concierne a la mayoría han), impone abortos ahí donde considera superada la cuota de nacimientos, multa a las mujeres que se atreven a un segundo embarazo aunque tengan autorización para ello. Después de una tarde de relatos del horror, un portero extremadamente gentil, que me ofreció su silla y su abanico, que intentó sostener una conversación conmigo para que no me aburriera (ya sé que tiene 60 años, una esposa, que viajó a Francia en 2001 y tiene un amigo argentino, ¿qué tal?), me hizo esperar tres horas en la acera llena de mosquitos a que Bernardo y Helena volvieran a casa porque yo sólo podía mostrarle dos de las tres llaves reglamentarias.