jueves, 12 de julio de 2007

Naadam

¿Qué es una reunión anual sino una necesidad que contraviene lo cotidiano? ¿Qué es la fiesta sino la suspensión de lo debido?

Y en Mongolia, desde los tiempos de Gengis Khan, el adorado líder que les dio unidad y escrituras, orgullo y movimiento a los mongoles, el oceánico rey del que, desde hace dos meses, por ley está prohibido hablar mal, el adorado esposo que prohibió el rapto de mujeres porque siempre acató los consejo de la suya, el…. Que nadie diga que el destructor de Samarcanda, por favor. En fin, desde los tiempos de Gengis Khan en Mongolia, durante el verano, cuando las actividades masculinas merman, los animales engordan y hace calor, los mongoles se adunan para beber, jugar, comer y, sobre todo, demostrarse sus habilidades de guerreros: luchan, montan a caballo y tiran con el arco. Naadam significa precisamente reunión, adunada, asamblea. Es la ruptura de la regla de dispersión de los nómadas. Es el abrazo de quien volverá a dispersarse. Son las hordas que deciden darle vuelta a la Gran Muralla y tomar de sorpresa a Beijing.

Por 25 kilómetros sobre caballitos de dos años, o por 30 sobre caballos mayores, estrictamente divididos entre castrados, yeguas y sementales, niñas y niños de los 5 a los 12 años, a cuanto más ligeros y fuertes mejor, entrenados por sus abuelos se lanzan como en una carga de caballería en las más locas y cansadas carreras. Alrededor de la pista que cruza el valle donde los caballos se agotan, las familias se reúnen, los bebés juguetean con la tierra, los adolescentes se enamoran, los adultos comen o juegan a las barajas. De un grupo a otro, de una familia a otra, van los platos de comida, los dulces, las palabras.

Helena fue prácticamente adoptada por una familia tan amplia y gentil que no podía entender quiénes eran las y los hijos, las y los hermanos de una señora que le pasaba a su bebé para servir la comida, le decía unas palabras en inglés e impulsaba a otros niños y adolescentes a escribirle sus nombres en su cuaderno, a hacerle dibujo, a explicarle algo del Naadam.

Elegantes muchachas vestidas de seda azul, jóvenes y niños, y ancianos y ancianas en sus mejores prendas, bajo los árboles o cerca de un río, arman su campo de tiro, levantan un blanco de piedras de diversos colores y celebran con cantos y pasos de danza los mejores lances. Los arcos de madera son pintados, elegantes, rematados por picos curvos y en el pasado oscurecieron el cielo de sus enemigos con el tiro de cientos de flechas.

En una plaza, hombres de todos los tamaños, vestidos con unos calzoncitos azules o blancos y una camisetita apretada que les deja descubierto el pecho, se agarran de las manos, los hombros, el cuello, las caderas hasta lograr que el otro toque con una parte de su cuerpo que no sean las manos el suelo. Tres mongoles el año pasado ganaron el campeonato mundial de sumo, dejando en ridículo a los muy ofendidos japoneses. En la plaza de Khovd, entre kazajos generosos que se ofrecen dulces unos a otros, khalkh orgullosos, khoton con sus especiales sombreros, uriankhai, zakhchin, myandag, oold y torgud, los luchadores llegan a mostrar su fortaleza, su masculinidad, su amistad. Quien gana ayuda al otro a levantarse y, luego, para demostrar que no hay enemistad entre ellos se dan grandes nalgadas y abrazos. El paseo del victorioso con las manos en alto, la devolución de los sombreros por parte de los jueces, son parte de una coreografía que sólo resalta la unión de los hombres.

A pesar de que no les guste recordarlo, más aún que les da una cierta repugnancia hacerlo, los mongoles se resistieron fieramente a la invasión manchú en el siglo XVIII, pero sucumbieron frente a su número de este a oeste, logrando liberarse apenas en 1911 (en realidad en 1921, porque los chinos intentaron reinvadirlos, cosa que también intentaron después los japoneses y hasta los rusos, aunque a éstos se les considera más bien como aliados contra sus enemigos asiáticos). Desde entonces el Naadam se ha convertido en la Gran Fiesta Nacional. Banderas rojas (la lealtad) y azules (bajo el cielo) ondean en los campos. Militares flacos y duros, vestidos de un verde grasiento como de cucaracha ocupan las gradas de los estadios donde los haya. Jueces y altos funcionarios se pasean por el campo con sus mejores prendas y luciendo sus sombreros de fieltro.

Hay Naadam en todas las ciudades y aun en los pequeños poblados donde las muchachas están muy orgullosas de sus compañeros de clase si llegan a luchar y, sobre todo, si llegan a ganar.

Ayer, una anciana khalkh nos explicó que las ciudades no existen desde siempre. Las ciudades más bien son inútiles. Lo que existían eran los monasterios, luego –“con los comunistas”, según dijo- los sustituyeron los hospitales y las escuelas. A su alrededor se establecían en invierno muchas ger, de familias que se reunían para hacer frente común a las inclemencias del clima. En verano, en esos mismos lugares de refugio, cuando los animales ya habían pastado a lo largo de sus migraciones y los caballos estaban en el pleno de sus fuerzas, llegaba el momento de jugar juntos. El Naadam no es una fiesta de las ciudades, es un instante, una suspensión de las regularidades del año, un flechazo.

Los comunistas transformaron las demostraciones de las dotes guerreras de los mongoles en deportes, pero los deportes para estas mujeres y hombres con espíritu de niños nunca dejaron de ser un juego de seducción. Los ayes y los uhu de los turistas no les importan a los muchachos que se agarran del cuello para que una bella los vea, ni sus aplausos conmueven a la arquera que lanza su dardo hacia un blanco presidido por un espléndido juez de 18 años en el ropón de seda bordada heredado de su abuelo. Aun los niños ganadores de las carreras corren a abrazar a sus abuelos entre las miradas de sus coetáneos con un gusto que es el de mírame, abrázame, tócame.

Mujeres de Mongolia

Ulaan Baatar, 25 de junio de 2007. La primera impresión que dejan las mujeres mogolas al conocerlas es de una seguridad y una independencia asumidas y ejercidas. Al mes y medio de recorrer las zonas de pastoreo donde las nómadas llevan a cabo su vida, generando culturas en íntima relación con el medio ambiente, esta impresión por momentos se fortalece, en otros se debilita, pero nunca se desvanece.

Las mujeres mogolas constituyen el 51 por ciento de la población de un país que, al reunir trece etnias, suma 3.700.000 habitantes, el cincuenta por ciento de los cuales son pastores nómadas. La altísima tasa de alfabetización de Mongolia (el 97% de sus habitantes sabe leer y escribir, y ha cursado el ciclo primario y secundario de la escuela, que es gratuita y cuenta con residencias para las hijas e hijos de las familias nómadas) impulsa a dos mujeres por cada hombre a inscribirse en la Universidad Nacional de Mongolia, o en universidades de menor calidad tanto públicas como privadas.

Las madres de familia impulsan que sus hijas estudien aunque eso les signifique una merma en los apoyos a sus agotadoras labores domésticas (preparación de los alimentos para el día y para el largo invierno, costura, trabajos derivados del pastoreo como la ordeña, la preparación de yogurt, la mantequilla y el queso, manufactura de algunos implementos para el trabajo como la fabricación de cuerdas de crin de caballo o camello, el curtido de las pieles de los animales sacrificados, el tejido de cobijas de lana, la fabricación de pequeños muebles y, desde 1990, las actividades relativas a la atención de los turistas y visitantes). La idea es que si una mujer instruida se casa con un hombre que resulta alcohólico tiene los conocimientos suficientes para salir adelante. Puede dejarlo e irse con sus hijas e hijos a la ciudad, donde conseguirá un trabajo menos ligado al necesario complemento masculino a sus labores tradicionales.

Esta mezcla de lo ancestral, aparentemente eterno de su cultura, con conceptos prácticos es común en Mongolia. Por ejemplo, la mayoría de los hombres deja los estudios alrededor de los 17 años porque se queda al cuidado de los hatos de ganado. Según las zonas, yaks y vacas, cabras y borregos o camellos y caballos les son regalados o confiados por su padre. En un principio, tienen un precio equivalente al que una familia invierte en la educación universitaria de las mujeres. Sin embargo, con el tiempo y dependiendo de la habilidad del muchacho, pueden convertirse en verdaderos capitales, lo que no siempre sucede con los conocimientos adquiridos en la escuela.

En la actualidad, Mongolia está sufriendo cambios drásticos. En 1990 ha dejó de ser una república comunista, optando por un capitalismo comercial de tintes dependientes (ha enajenado sus recursos mineros que hoy son explotados por firmas canadienses, chinas y estadounidenses, mientras Francia busca desesperadamente uranio en sus entrañas), y desde que se sumó a la coalición bushiana para invadir a Irak (proporcionalmente al número de sus habitantes, es el país con el mayor contingente de soldados, 80, en ese país árabe devastado por el colonialismo estadounidense) ha recibido ayudas monetarias diversas que, por un lado, fomentan su dependencia de la economía globalizada y, por otro, alimentan la corrupción de la nueva cúpula política de Ulaan Baatar, la ciudad capital.

Las ayudas financieras responden por lo general a patrones de culturas occidentales muy marcadas por una división de géneros que favorece a los hombres. Por ejemplo, se otorgan al “jefe de la familia”, concepto inexistente en la cultura de las etnias mogolas (aunque sí entre los kazajos del occidente del país) donde mujeres y hombres son copartícipes de la economía, el reconocimiento social y la crianza de los hijos, y donde prácticamente no se usan apellidos, estando así libres de esa marca de valoración de la descendencia según el predominio del linaje masculino o femenino (la elección de un apellido es uno de los requisitos de la nueva economía de mercado urbana, y el gobierno tiende a estimular que éste sea el nombre del clan paterno, que muchos mongoles desconocen). La mayor parte de las “ayudas” internacionales son innecesarias en un país donde la vida de trabajo es muy dura pero la pobreza no es una realidad entre los nómadas. Parecen responder, más bien, a la creación de necesidades que sólo pueden satisfacerse con dinero (alcohol, televisiones, juguetes de plástico) y al afán de la cúpula en el poder de quitarle valor a la vida nomádica, para asentar a las y los mongoles en ciudades en rápido crecimiento donde la pobreza crece a la par que la generación de grandes riquezas para un pequeño número de personas. En efecto, indigencia y violencia de género, problemas de vivienda, bajos salarios, desempleo y alcoholismo acosan a los nómadas asentados en Ulaan Baatar.

El alcoholismo es uno de los principales problemas de salud entre la población masculina y el único detonante, muy criticado por los hombres y las mujeres en el campo, de la violencia contra las mujeres. En las calles de Ulaan Baatar, con una población de un millón de habitantes desproporcionadamente femenina, la violencia callejera está muy ligada al fenómeno. Los hombres se pretenden necesarios para mujeres que viven solas y abusan de su fuerza para retenerlas a su lado o hacerse acompañar en sus actividades. Cuando una mujer se niega a ello, los golpes pueden ser una consecuencia visible aun en plena calle.

Fuertemente ligadas a la indispensabilidad del trabajo femenino y el masculino para la sobrevivencia humana, las prácticas así como los cuentos fundadores cosmogónicos y civilizadores de Mongolia otorgan a la pareja heterosexual un rol de organizadora del mundo, de modo que las mujeres representan la parte sabia y los hombres la parte fuerte de un devenir que necesita ambas cualidades. Dada esta visión dual y no individual de la realidad y sus consecuentes condicionamientos culturales, la cuarentena de lesbianas y gays asumidos de Mongolia son absolutamente incomprendidos y marginados. Su falta de deseo por el otro es vista por la sociedad mogola como una incapacidad de relación con la realidad humana y la marginación que sufren es una consecuencia directa de lo que se visualiza como una falla en la cooperación con el orden del mundo. Además, y a pesar de la relación reverente con una Madre Tierra que se manifiesta también en el culto a rocas con aberturas como vaginas protectoras y benevolentes, en Mongolia hay también una valoración muy positiva del vigor fálico, de la fuerza que se considera inherentemente masculina y se representa en esculturas en forma de penes –cortados o no-, considerados dadores de fuerza y vigor.

Esta división cultural de la complementariedad sexual se manifiesta aun en los trabajos “modernos”. Por ejemplo, en la rama del turismo todas las intérpretes y guías son mujeres, pero los chóferes son hombres (sólo hay pocas taxistas en Ulaan Baatar). En los deportes tradicionales, en particular los que se efectúan para el festival del Naadam (algo así como la “asamblea” de los nómadas en verano que, durante el régimen comunista, se convirtió en fiesta “nacional”), aunque las niñas de 5 a 12 años como los niños de la misma edad pueden participar en las carreras de 25 y 30 kilómetros de galope a campo traviesa, y se reconocen a varias campeonas de tiro al arco, es absolutamente prohibido que una mujer luche. Más aún, la indumentaria de los luchadores deja el pecho descubierto exactamente para que no haya equivocaciones al respecto. Una mujer que le ganara a un hombre agarrándolo de los brazos o las caderas y tirándolo al piso, desmoronaría su dignidad y ello debe ser evitado por las reglas que los mismos hombres imponen para salvaguardarse de la vergüenza y que luego convierten en “naturales”. Ahora bien, las tres disciplinas de origen militar transformadas en deporte representan tres valores morales: el valor físico las carreras (y nadie puede o quiere negar que las mujeres son valientes), la sabiduría el tiro al arco (y por lo visto la sabiduría es una cualidad muy femenina que es un bien que los hombres acaten) y la fuerza la lucha (pero la fuerza es un atributo que los hombres se preservan).

El desierto