lunes, 28 de mayo de 2007

Beijing, 28 de mayo de 2007

Beiging, 28 de mayo de 2007

Pasé a los brazos de una china delgada, de sonrisa dócil, y su fuerza me sorprendió de inmediato. Cuando tuvo mi cuello entre sus manos, sentí que con un sólo dedo podría rompérmelo, aunque lo acariciaba con una pericia de puta vieja. Abrió su palma sobre mis hombros y mientras me
provocaba un doloroso placer, mi cabeza se iba detrás de fantasías de paz, mi piel se distensaba y cada uno de mis huesos caía a la cama, derrotado y finalmente en descanso. Cuando la mujer se cansó de acariciarme, se colgó del techo para pasar con movimientos de artes marciales las plantas de sus pies por mi espalda. Sentía todo su pie y la fuerza de las piernas sin soportar ni el peso ni la violencia de un cuerpo erguido sobre mi pobre humanidad echada a la cama. Me dejé ir por un tiempo que no puedo calcular. En un cuartito de al lado, entre muchos más chinos, Helena se estaba dando un masaje de pies. Le pusieron ventosas en la planta, le masajearon los tobillos y las pantorrillas con aceites perfumados. Cuando las manos de la masajeadoras subieron a sus hombros, sus risitas se escucharon detrás de las cortinas y las puertas semicerradas. Las chinas y los chinos no tienen un sentido semejante al occidental del pudor. Tirarse pedos, escupir y sonarse la nariz son actos que en público no despiertan el menor rubor (y yo me siento muy cómoda con ello). Los baños públicos no tienen separaciones, y es normal mear o cagar a lado de
otra persona. Así en las salas de masaje, estás tirada al lado de un hombre o una mujer que manifiesta su placer o su dolor con gemidos y comentarios, sin temer que alguien la juzgue. También hacen deportes donde los agarra el placer de hacerlo. Como autómatas cientos de chinos y chinas pedalean, suben y bajan, levantan pesas en inmensos palacios de varios pisos con aparatos de todo tipo. Pero es en parques centenarios, armoniosamente dispuestos alrededor
de sitios históricos, templos y construcciones antiguas donde se manifiesta el placer de mover el cuerpo, de sentirse sanos, de desfogar y encontrarse (dos aspectos del deporte que nada tienen que ver con esa competitividad que, sin embargo, la cultura hegemónica nos propone como motivo único del entrenamiento, como si demostrar a otra persona que se salta más alto nos convirtiera en una persona más moral o más sana).

Alrededor del Templo de la Fortuna Celeste (o Templo del Cielo, 1420 d.C.), una de las construcciones más impactantes de la antigua arquitectura china, símbolo de Beijing, el templo de madera más grande del mundo, rodeado de tres balaustras de mármol blanco y pabellones y
corredores para que los emperadores y sus oficiales pudieran venir antes del solsticio de invierno a pedir por la fortuna de campos y ciudades al cielo, hay un enorme bosque de cipreses y ginepros centenarios, capaces de aguantar tempraturas de -20º en invierno y +40º en verano.
En ese bosque, después de recorrer los sitios de rituales que han durado milenios (sus primeras manifestaciones se remontan al 2600 antes de la era cristiana) llegando a nuestros días, en una continuidad de demanda que se ha convertido en un modo de ser y esperar sin exigir, detrás
de construcciones de techos de tejas vidriadas verdes y azules, alrededor de corredores de cientos de metros donde se arrastraban los animales para los sacrificios, más allá de los braceros, hay un parquecillo de aparatos cuidadosamente dispuestos para cualquiera.
Paseadoras, caballetes, anillos y aparatos por mí desconocidos son utilizados por personas de todas las edades, especialmente viejitas y viejitos habìlísimos y fuertes como troncos.
Helena logró imitar a uno chino de más de setenta años que ondulaba su cuerpo con una velocidad y una harmonía sin par en una caminadora de fierro, cosa que yo no logré. Pero yo
pude dar vueltas a unas manoplas con mis brazos con una capacidad de cambiar de giro que sorprendió hasta a la china que estaba a mi lado (habilidad que me desconocía, por cierto).
Con los ojos llenos de maravillas, hablando en voz baja de nosotras, del pasado que no puede obviarse y que es un sendero trazado más que una condena, de la exquisitez de los objetos que se ofrendaban al cielo, de la pompa de los ceremoniales imperiales (este país está tan poblado que las ceremonias implicaban enteros ejércitos de cortesanos y damas, cientos de pajes, miles de eunucos), en fin mientras hablamos de todo esto y del amor, de la literatura y del
arte, con el cuerpo relajado por el ejercicio, salimos a unos de los barrios de hutongs más entrañabales de la ciudad. Un verdadero oasis. Pequeñas tiendas de fruta abiertas a la calle, cientos de familias y amigos comiendo en terracitas y sobre la acera, señores con su silla y una
mesita con una jarra de té. Además: puestos de fritangas, cuatro personas alrededor de un juego de barajas, niños corriendo bajo la amorosa mirada del barrio entero, bicicletas, amigas que se platican su vida en una esquina.

Una pausa, un placer, y la seguridad de que por extrañas que fuéramos no nos pasaría nada: China es muy segura. Con verdadero dolor, Helena y yo volvimos a la ciudad moderna de rascacielos y luces de neón. Fue suficiente llegar a una de las grandes e inmorales avenidas. A las dos nos asaltó el temor de que, si no lo tiran, en una decena de años este barrio comercial construido en el siglo XIII para surtir a la Ciudad Prohibida, decadente y entrañable, será el equivalente pekinés de La Condesa en México o de Trastevere en Roma: barrios que sólo porque fueron olvidados en su momento por la modernización, de populares se volvieron elegantes, símbolos del saber vivir. Qué pena. Siempre he pensado que la belleza le debería pertenecer a todos y no sólo a los pocos privilegiados que pueden pagarla. Y la belleza, para poder ser vista, debe recelar por largos ratos de las ideas hegemónicas de lo que es bello.


P.S. Tráfico y demonios
En Beijing cada año el parque vehicular privado crece en un 15%. Cuando nuestro amigo Edgardo Bermejo llegó hace seis años a la embajada de México ya había tráfico en Beijing,
sin embargo circulaban la mitad de los autos de ahora. Hoy este amante de la poesía, de los amigos, las copas de whisky, la pintura, lo conceptual, su hijo Sebastián, intenta tomar el auto sólo para ir a lugares precisos. la vida diaria la hace a pie (si es que sus obligaciones diplomáticas le permiten tener una vida diaria).

1 comentario:

Anónimo dijo...

ayyy mi querida hremanita e hija que la acompaña,tu narracion de las casas de masaje es realmente antojable,aqui en mi mar querido esta muy de moda las casas de masaje,pero nada que ver con lo que describes,el oriente es el oriente,gozo tu narrativa,besos de un chilango-mazatleco