miércoles, 13 de junio de 2007

De Xi´an hasta Nanjiing

¡Diosas! Nunca hubiera imaginado que salir de la neblina que se respira, la neblina que te oprime, la neblina que oscurece, la neblina que envuelve e impide la vista, que entristece, deprime y difumina me haría tan feliz.

Viajamos de una Xi’an que descubrimos también musulmana, con sus ricos dulces de nueces y ciruelas, sus saludos familiares en las tiendas –qué placer volver a decir: Salam Aleykum y que nos contestaran: Aleikum salam, aunque con el acento chino de la etnia Hui que se convirtió entera a finales del siglo IX- y que despertó envuelta en una neblina invisibilizadora. La dejamos con cierta urgencia, a pesar de que nos gustara tanto. Todo nos sabía a agua, a polvo de agua para usar una expresión querida en la Mixteca. En tren atravesamos campos neblinosos, ciudades envueltas en bruma, pueblos y cultivos tan improbables como las historias que cuentan los que recortan en piel de burro imágenes de doncellas, tigres, dragones, campesinos y caballeros para moverlas detrás de una tela iluminada: el gran teatro de sombras de China, que todavía se ve en los espectáculos de ópera, así como en las casas de té de los pueblos donde niños y adultos se amontonan en las puertas para ver sin pagar.

Llegamos a Loyan seis horas después. Fea y además invisible 500 kilómetros más allá de un punto de partida invisible.

Entonces empezó una historia que nos rebasó por momentos. Primero un policía decidió ayudarnos sin que se lo pidiéramos. Me mostró su credencial y se apoderó de mi mochila. Enfiló rumbo a la taquilla de trenes a pesar de que yo intentaba decirle (carajo, la lengua es lo que verdaderamente construye la relación primaria del entendimiento), pues intentaba decirle que para llegar a Song Shan, eso es al Templo Shaolin, no hay trenes, sino buses. Pero ¿cómo va a creerle un policía a una turista que no sabe hablar? Después de media hora de mostrar su credencial a diestra y manca, de gritonear, de inflar el pecho, de proferir quién sabe cuántas amenazas volvió con las manos vacías: no hay trenes para Song Shan, sólo buses.
No se dejó amedrentar. Retomó mi pesadísima mochila y enfiló hacia el paradero de buses. Ni siquiera habíamos dado unos pasos cuando nos rodearon una veintena de taxistas y empezaron a pelear entre sí por el derecho de llevarnos al templo Shaolin. Una pelea de una hora de la cual éramos el objeto, pero no entendíamos una sola palabra. De no saber que los chinos no son agresivos, hubiéramos tenido miedo. Gritaban y gritaban uno contra el otro y de repente, todos juntos, se daban vueltas para vernos. El policía entre ellos.

De un modo tan irreal como inició, la pelea se terminó cuando el policía nos subió a un taxi, dijo que nos cuidáramos de los ladrones y se fue dejándonos un papelito con escrito un 180: el precio de una corrida de más de hora y media por campos bellísimos, trabajados perfectamente, plantíos de árboles jóvenes entre desdibujadas siluetas de montañas y casas que iban apareciendo entre la bruma que se levantaba. Lo gris estaba por doquier pero ya no era absoluto.

El auto comenzó a subir por montañas que ni siquiera habíamos visto. El viento empezó a soplar, fresco pero no frío, y el aire se limpió en un momento. Era una tarde perfecta. El sol que poco antes se divisaba como una iridiscente pelota naranja, ahora era el astro rey de finales de primavera. Había árboles de diversos verdes, tamaños y hojas, desde las sabinas chinenesis, hasta sauces, ciruelos, albericoques, duraznos, gincobilobas. El agua de un lago artificial (donde pueden, los chinos construyen diques para las hidroeléctricas) resplandecía. Empezamos a reírnos de contento.

Pero, y eso después de veinte días deberíamos saberlo, en China el placer –como cualquier sentimiento o razón- siempre tiene un límite que los humanos, en particular los humanos desesperados por la obtención de ganancias, le ponen. De una curva, seiscientos metros antes de llegar al templo Shaolin, después de haber dejado a nuestras espaldas el pueblo de Song Shan, un viejo calvo se lanzó a las llantas del taxi para que éste frenara y él pudiera empezar a referir una lenta letanía de motivos por los que el taxista debía llevarnos a su hotel.

Una vez ahí empezó el debate sobre cuánto nos costaría la noche (siendo los números lo único que se escribe igual en oriente como en occidente, la discusión se reduce a una pelea de papelitos con números), de que no nos fuéramos, de que comiéramos. Y todo ello en chino. La nieta del dueño –o una niña tratada como familiar que trabajaba de la mañana a la noche- escribía en caracteres latinos, con mucha habilidad por cierto, todas sus palabras en chino y no podía entender por qué nosotras seguíamos sin entenderla. Como si entre signo y significado la relación debiera ser directa. Obsesionada con que nos quedáramos, nos atosigaba con ofrecimientos entre incomprensibles y absurdos –comida, clases de kung fu, maestros, taxis, carne de perro- en un desorden y con una ansiedad que llegaron a hostigarnos.

Cuando del hotel logramos salir a la tiendita de la esquina y bajamos sus tres escaloncitos para llegar a un espacio semejante al de muchos pueblos mexicanos, con sus refrescos calientes, sus galletas y pocos productos caseros, suspiramos de alivio.

Luego, el paseo por la tarde que bajaba, bajo las primeras estrellas que veíamos en muchas noches, entre las escuelas de artes marciales desarrolladas por monjes budistas totalmente vegetarianos, cuyos estudiantes estaban sentados en grupo alrededor de maestros que les hacían jugar, o seguían entrenándolos, nos calmó los ánimos por completo. Helena empezó a reflexionar sobre qué son y qué no son los internados, por qué a ella los internados se le hacen un espacio que sólo sirve para aquellas madres y padres que quieren deshacerse de sus hijos, que en los internados no hay vida personal. En fin, un alegato contra la escuela represiva, contra la obligación de especializarse desde temprana edad, contra la disciplina rígida que se contradecía con las risas que provenían de los grupos de estudiantes shaolin.
Esa noche dormimos como troncos y muy temprano por la mañana, después de tragarnos el desayuno desabrido de la nieta del hotelero y sus innumerables ofrecimientos nuevamente escritos en chino con caracteres latinos, logramos entrar al valle de los templos, escuelas y pagodas de estos monjes y discípulos (hay cuatro mujeres estudiantes por cada veinte muchachos, aproximadamente) que encuentran en las técnicas de lucha más variadas –y escenográficas- el autocontrol necesario para defender la paz del Buda. No hay que olvidar que los Budas en su camino de perfeccionamiento y de iluminación, no están siempre en actitud contemplativa o retirada del mundo, sino intervienen compasivamente en pos de la justicia en la vida de los seres humanos y de los inmortales, por ello luchan contra los demonios del desorden, de la codicia, de la agresión, del desaliento que siempre están al acecho para restablecer el caos. Son ayudados en eso por sus guardianes, a lo que aspiran devenir los maestros shaolin de la perfección, que han aprendido de los movimientos de los animales a controlar sus impulsos, su fuerza, su agilidad, así como de los árboles a usar palos, chacos, espadas, lanzas.
Muchas de las escuelas y templos fueron destruidos durante las guerras internas que siguieron la caída del imperio y la invasión japonesa a China, pero fueron reconstruidos según las tradiciones y los dibujos que quedaban de los mismos. Grandes espacios para el espectáculo de las luchas, que implica también una escenografía distinta por cada escuela, se abren entre los campos como teatros al aire libre y en los templos como teatros cubiertos.
La foresta de pagodas, una seiscientas elevadas construcciones de monumentos techados y pequeños que contienen las cenizas de los monjes más famosos, descansan entre árboles desde el siglo VI de la era común.

Luego empezamos a caminar por unas montañas impresionantes, altísimas, con barrancos y cuencas de pinos y acacias donde de repente un vallecito se abre apacible al cultivo. Sus cimas son rodeadas de nubes blancas como si fueran pintadas. Un río, casi seco en esta época, corre entre dos cordilleras; algunas vacas pastan entre sus lotos en flor, un camello espera paciente a su dueño amarrado de un puente, pocos campesinos van y vienen por sus orillas.
Pasamos una tarde de alta montaña, a sabiendas de que en cualquier momento una sesentena de muchachos podía irrumpir en la escena para un entrenamiento entre rocas o sobre los peñascos (apoyan los pies sobre dos orillas de un hueco en la montaña y se quedan ahí, suspendidos en el aire, mientras rezan o se curvan para atrás hasta tocar con la cabeza la orilla opuesta de un riachuelo donde descansan sus pies). Hablamos de muchas cosas, algunas que nos venían a la mente por el paisaje humano y natural, otras que quizá esperaban desde hace tiempo ser dichas y que en la ciudad no tienen posibilidad de ser proferidas por la dictatorial imposición de tareas de la vida cotidiana.

A pesar de la perfección del día, cuando volvimos al hotel la opresión de la nieta del viejo calvo, su obsesiva petición de que comiéramos, su meterse hasta el cuarto para tocar la ropa y la computadora de Helena, y su constante ofrecimiento de que le compráramos un té frío, de que nos acostáramos, de que viéramos televisión con ella, nos inspiraron de repente para huir. Llenamos en un instante la mochila y salimos entre sus rezos, su mover la cabeza diciendo que no encontraríamos buses, ni taxis, ni trenes, que Nanjiing está lejos, que la noche es oscura, que, que, que.

La verdad es que reíamos de contento cuando nos subimos al bus que nos llevó a Song Shan, encontramos otro después de comer unas verduras amargas sazonadas al té verde y el jengibre hasta Zengzhou, y de ahí, después de un cortísimo paseo por este centro de comercio agrícola en plena expansión, otro a Nanjiing.

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