Para decidir irnos de Wutaishan, lo cual no estábamos nada seguras de querer hacer, tuvimos que recurrir a algunos antídotos contra el embrujo del lugar: invocamos el mal olor de los baños de la estación de autobuses, intentamos pensar en lo mucho que nos aburriríamos muy pronto, recordamos el horror de las lucecitas navideñas en los techos de los templos en medio de las montañas. Aún así nos costó dejar la paz, la posibilidad de una verdadera introspección que ofrecen las calles, los templos, las stupas, los gestos pausados de los monjes, las escrituras leídas en las escaleras que llevan a la stupa blanca del Buda Sakiamuni. Finalmente nos subimos a un camión viejo y destartalado hasta Tai Yuen y de ahí, tras cruzar una ciudad grande y fea hacia otra estación, en un camión un poco mejor hasta Pingyao.
La ciudad enteramente amurallada es más bella de lo que imaginábamos. Los muros de la ciudad, construidos en 1307, contienen pequeñas joyas muy antiguas, como una de los primeros bancos del mundo –La Casa de la Prosperidad Sonriente-, la casa de los primeros guardia del cuerpo, talleres de artesanos de todo tipo.
Turística sin lugar a dudas, sobrevive a pesar de la escasez de agua y del viento, gracias a sus paisajes, sus callecitas, sus diversas iglesias –entre ellas una cristiana de rito nestoriano- y tienditas de todo tipo de chácharas, antiguallas, papeles cortados, rentas de bicicletas. Nos imaginamos que dejaríamos a mi hermano Federico y a Guillermo por horas pelear, tratar, tirar sobre los precios con todos estos chinos que le ganan a los turcos como vendedores.
Dormimos en una antigua casa de tres patios, construida durante la Dinastía Ming, en una cama donde cabrían todos los amigos de Helena –cumplió su sueño de una cama que corriera de pared a pared, lástima que aquí no tenemos con quien hacer “hacinamiento”. En medio de nuestra cama, estaba la mesita para caligrafía de madera de sauce, donde la herética de mi hija instaló la computadora.
La familia que administra el hotel es muy simpática y hospitalaria. En el segundo patio, el de la intimidad, fuimos instalada en el este, el las de las personas importantes (aunque en la antigüedad ese lado se reservaba a los hombres, a los hijos mayores, a los sirvientes del señor, según estratificaciones de jerarquías que se sumaban unas a las otras); ahí el silencio sólo era interrumpido por la viejita que llegaba a ofrecernos té o agua caliente (los chinos nunca toman algo crudo que no sea fruta con cáscara y beben con fruición agua caliente, misma que se ofrece a los huéspedes o se pide en un restaurante. Puede ser éste el motivo por el cual la china fue una de las poblaciones con menos plagas de la historia. Ahora bien, la ensalada hervida es una verdadera porquería).
La elegancia de las callejuelas, muchas de ellas en plena decadencia, es subrayada por el hecho que no se oyen los claxons que en toda China los choferes tocan insistentemente, según nosotras sin motivo alguno. En bicicleta o a pie, la gente se mueve por la cálida primavera de Pingyao como lo hacían los siracusanos de mi infancia por el verano: con parsimonia, como si la prisa fuera una actitud incomprensible, o por lo menos postergable, a más de 30 grados.
La comida china es espléndida, y en Pingyao es totalmente casera y muy variada. En quince días nunca he repetido un plato de vegetales sin carne, y sentarse a las 12:30 o a las 18:00 (estos son los venerados horarios de la comida y la cena; el desayuno les importa poco) es la ocasión de un disfrute apacible, feliz. La culpa no existe en la cultura china. Nadie carga con la sensación que gastar en un buen plato cuando se puede y se quiere es algo que le quita a alguien más un derecho, un placer o lo ofende. Ni siquiera un monje renunciaría a un placer porque temiera ofender la miseria de otro ser humano. Si es frugal lo es por su bien. Los chinos están tan lejos de la culpabilidad cristiano-judaica como de la idea de comunismo latinoamericano, donde hay que pedir perdón por los muertos de la propia felicidad (o pagar con sangre un buen salario).
Con 120 yuanes se obtiene un boleto para todos los sitios y museos de la ciudad (la mitad para las estudiantes). Es fascinante ver como el templo Taoista, donde te asaltan para imponerte la buena suerte unos monjes que buscan dinero, como en la muy seria casa de Confucio, o templo de la literatura –el más grande conservado- donde se instituyeron los exámenes imperiales que sirvieron de modelo para los exámenes de estado de todo el mundo, como en el templo de las diosas y dioses de la ciudad, como en los museos de las escoltas y guardias del cuerpo, de los bancos, del gobierno de la ciudad, las murallas existe un calmo desapego del dolor y la necesidad.
Y eso que la población de Pingyao no es rica: en muchas casas falta el agua corriente y tener un trabajo en una zona donde la agricultura ha sido derrotada por la sequía no es fácil. No obstante, es con verdadera simpatía que la gente explica por qué los estudiantes vienen a dejar su nombre sobre una tarjeta roja en el templo de Confucio con la esperanza de que le traiga suerte en los exámenes. Este edificio tiene la sala de exámenes más grande y antigua de China. Fue reconstruida en 1163, durante la dinastía Jin, sobre un templo anterior de la dinastía Han. El viaje para llegar es caro, así como las tarjetas y las dádivas que hay que depositar cuestan muchos ahorros, pero a nadie se le ocurre envidiar o burlarse –esa forma de envidia disfrazada- de los estudiantes. La educación es cara y los exámenes son difíciles, muy difíciles en este país donde las jerarquías, las pruebas, los grados son categóricos: todo se vale para pasar adelante, también gastarse la beca en un viaje y, de paso, pasarla bien en Pingyao.
sábado, 9 de junio de 2007
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1 comentario:
Mi querida hrmana e hija que se acompañan,las fotos me recuerdan mucho la sierra de Chihuahua y sus Taraumaras,pero la construccion de esa Ciudad no tiene........querida Helena:tu rostro no se pierde en el paisaje Oriental,cuidense mucho besos...........Jaume
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