Desierto y más desierto. Luego el Khar us Nuur, el gran lago de aguas negras, el segundo de aguas dulces más grandes de Mongolia. Patos, gansos salvajes, cigüeñas, gordas gaviotas. El viento salvaje arranca nuestras tiendas de campaña. Cuando se calma, los mosquitos nos atacan. Sin embargo, en uno de sus recodos pantanosos nos encontramos con pelícanos migrantes, enormes y grises como figuras míticas.
Con el transcurrir de los días nos acostumbramos a este ir y venir de sequía y agua, de desierto y altivez combinados con verdes repentinos, ríos caudalosos y lagos salados o dulces. Dorgon Nuur, por ejemplo, al sur de Khovd es un casi mar helado y refrescante en el medio de valles desiertos.
Hemos llegado a los glaciares que rodean los altos y fríos pastizales de los kasajos, la primera minoría de Mongolia, que suma el 6% de la población total. La hermosura de estas cadenas de montañas oscuras, cruzadas por vetas verdes, cafés y grises, y copeteadas de nieves, es subrayada por los ríos tumultuosos que corren por sus valles, aunque los aires fríos que llegan de los glaciares de Tsambargav, aun en verano, cuando se mete el sol pueden bajar la temperatura a 0º.
Alrededor de los hilos de agua helada que bajan de las montañas se agrupan unas cuantas gers, más altas y puntiagudas que las mongolas, desde las que entran y salen niños, hombres, mujeres para los diversos quehaceres que rodean la cría de las ovejas de de preciada lana kashmir. Son musulmanes, grandes artesanas del tejido y el bordado las mujeres, y talabarteros y repujadores de metales los hombres. De ser posible medir el ofrecimiento desinteresado de todo lo que los nómadas poseen, los kasajos parecen aún más hospitalarios que los mongoles.
En la ger de una familia presidida por un anciano abuelo que enseña a entrenar águilas para la cacería a caballo durante el invierno, mismas que alimentan con marmotas y otros animales de las praderas, y que de adultas llegan a pesar 25 kilos, nos han abierto la puerta apenas nos acercamos tiritando de frío. En la mesa, al lado de la estufa de estaño prendida, han dispuesto para nosotras el yogurt más cremoso de Mongolia, leche de yegua, dulces, pan y mantequilla.
Entre los kasajos, hombres y mujeres no están juntos ni comparten sus trabajos y chistes. En la ger nos atiende el anciano con sus hijos y nietos. Su esposa y sus hijas están todavía ordeñando, o ya han entrado a la ger contigua para preparar los alimentos o lavar la lana que grandes camiones vendrán a recoger en un par de días para llevarla al mercado de Khovd y de ahí a Ulaan Baatar y Londres. Sólo un poco de la preciadísima lana de sus ovejas se queda en la familia para el tejido de fajas y tapetes.
La comunicación no es fluida. Bairdag, nuestro chofer, a pesar de su respeto budista por todas las culturas, de repente se muestra receloso con los kasajos. Parece como si se sintiera incómodo; gasta unas bromas estúpidas sobre sus costumbres y dice que son muy ricos gracias a sus rebaños y, por lo tanto, que no vale la pena que le compremos nada. Helena se enfurece. Hace tres días estalló por un chiste racista sobre los árabes –que ella adora, cual si todos fueron su amado Ahmed- y les reclamó a los israelíes ser “matapalestinos”. Así que ahora no se va a callar con Bairdag, al que le dice que sus chistes no son divertidos. Nuestro chofer no entiende, intenta explicarle que mongoles y kasajos viven en condiciones muy parecidas, pelearon juntos primero contra los chinos y luego contra los rusos blancos, tienen casi las mismas costumbres con respecto a caballos y rebaños, pero no son lo mismo. Helena dice que entiende, pero que no por ello tiene derecho a ofenderlos. Dejan de hablarse por un buen rato.
Un niño muy pequeño, con una grave parálisis cerebral, juega en los brazos de su hermano mayor, que lo carga y acaricia sin cesar. Helena se va a jugar con ellos, mientras el anciano con su abrigo bordado y su hermoso sombrero de alas levantadas, nos invita a ver su águila. Nos levantamos todos, pero Bairdag se queda sentado y los israelíes titubean. El anciano se siente tan incómodo con la actitud indisponente del grupo, que termina diciéndonos que si queremos fotografiarlo deberemos pagarle 2000 tugruts por persona. Está enojadísimo. Aceptamos; es la única forma que el chofer nos ha dejado de corresponderle con algo.
Dejamos la ger bajo un aire helado que nos hiere el rostro y se mete bajo la ropa. A los pocos kilómetros, el viento amaina y, aunque no hace calor, dejamos de sentir frío. El gran torrente que corría bajo el glaciar se ha dividido en una red de hilos de plata cristalina que atraviesan el valle. Personas y animales beben de ellos. Su sonido sosiega. Llegamos a una ger de pastores kasajos que nos ofrecen dormir con ellos. Son evidentemente menos ricos que la familia de domadores de águilas; el tamaño de sus rebaños es reducido y hay menos tapetes y bordados alrededor de su ger. Pero su hospitalidad no es menor y llenan su mesa con todo lo que tienen, en particular un queso de espuma de crema que tiene un sabor casi dulce. La esposa del pastor y sus dos hijas mayores nos preparan una pasta fresca de harina y agua que fríen con pedazos de cordero. Las niñas más pequeñas y los niños, ocho en total, juegan a su alrededor. Antes de su primera menstruación, las niñas son juguetonas y tan libres como los niños. Casi podría decirse que antes de la expresión de su sexualidad, mujeres y hombres no tienen sexo y, por lo tanto, tampoco responsabilidades genéricamente definidas. Sólo después de que el pasaje de la infancia a la juventud se hace evidente, a las mujeres se les carga con todos los trabajos relativos a la cotidianidad, así como se les cubre el cabello y se les deja comer después de los huéspedes y los hombres. A los niños se les separa de sus juegos un poco más tarde. Entonces son enseñados en las labores de la pastoricia y se les lleva a las más rudas actividades de la vida nomádica. No es de extrañar que para los kasajos, la infancia es cantada y descrita como la época dorada de la vida a la que todos quieren volver.
Por la mañana habiendo sido la primera en despertar, me encontré con la señora que ya estaba preparando el pan y acomodando la leña. No quiso que la ayudara, sólo me sonreía en continuación. Cuando terminó de preparar la leche, entró a la ger y me trajo una crema para la herida que me provoqué en la pierna con la fricción de los estribos de la silla mongola. Poco después, su marido nos llamó a todos para que entráramos a probar su excelente yogurt.
¿Qué es ser una minoría? Al amanecer entre las cumbres de Tavan Bodg Uul, donde la nieve no sólo define la altura de las mayores montañas de Mongolia sino también la frontera con Rusia, Kazajstán y China, me pregunto por qué un kasajo escoge ser mogol, cuando tiene al lado, con el mismo clima y las mismas oportunidades, un país podría ser parte de la mayoría, y donde todos hablan su lengua y el muecín canta desde el minarete de todos los pueblos. Me lo pregunto porque la discriminación en Mongolia es velada, no se expresa violentamente, pero es evidente. Los kasajos no tienen un sólo programa de radio o de televisión, su ciudad más importante, Ulgy, es grande y rica y sin embargo sólo tiene una escuela y el museo que cuenta la historia de los montes Urales y sus culturas, entre ellas la kasaja, no cuenta con ayuda estatal. Los pueblos mineros de la región, como Hotgur Hurka, parecen olvidados desde hace años y la belleza de su arte no es considerada por los fotógrafos que ven a los mongoles como una sola nación.
Sin embargo, estoy segura de ello, existe un orgullo especial en ser minoría. Se es lo que no todos son y con ello se desmiente la mecánica definición nacional. Se habla una lengua que es la marca de la diferencia, se puede mirar a la persona con privilegios nacionales como lo que es: un ridículo dominante, una persona que no tiene a su favor sino el número de sus iguales. La persona que pertenece a una minoría siempre puede apelar a una historia personal, la de la propia aceptación o de la resistencia a la dominación, nunca es un número indefinido para sí misma.
Pienso en minorías que tienen la vida muy difícil, muchas veces habiendo perdido sus derechos a la tierra, como los palestinos, los tibetanos, los saharauis y la mayoría de los pueblos autóctonos de América. Viven en condiciones extremas, y a diferencia de los kasajos no tienen un país propio en el que refugiarse. Pienso en ellos y, en el fondo, veo el mismo orgullo de quien puede escupir a la cara del mayoritario su altanería de diferente. No hay tierra que valga la muerte propia o de los hijos de no ser que permita identificarse con un valor moral que el pueblo dominante no comparte y que se encarna en una lengua, una religión, una forma de ser.
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