martes, 28 de agosto de 2007

De Ulaan Baatar a Beijing

Ulaan Baatar nos espera con un calor impensable en la capital que detiene el record por ser la más fría del mundo. Pero pronto descubriremos que esa no va a ser la única mala noticia.

No queremos irnos y con Helena nos arrastramos por las calles polvorientas de la capital recordando nuestros recorridos por Centroamérica con el lema de “La calles son de quien las camina, las fronteras son asesinas”, que emprendimos hace cinco años con amigas de toda América Latina. En efecto, de no ser que la visa de entrada a China se nos vence, nosotras no dejaríamos Mongolia. Nos quedaríamos más tiempo entre sus bosques, hablando con su gente, bebiendo su yogurt. Pero el mundo globalizado sigue organizándose alrededor de la libre circulación de las mercaderías y el control de movimientos de las personas.

Más por tristeza que por ganas esta vez, nos detenemos en un Internet Café. Y ahí nos enteramos que abuela Berta está enferma, muy enferma.

Helena llora y decide regresar ahora mismo a México. Apenas ayer me preguntaba si su abuela está más feliz en México con toda su gente o en Querétaro con sus dos nietos más jóvenes. Para Helena su abuela es un referente de afecto y elegancia. Le gusta todo de ella: su ligera ironía con la tía Celia, su estar siempre de su lado cuando alguien la regaña, la no preferencia que manifiesta para con sus hijos. Y ahora la abuelita está enferma. Y Helena sólo quiere estar con ella.

No hay boletos ni siquiera para Beijing. Los vuelos a Londres están llenos hasta los primeros días de septiembre.

Finalmente el teléfono de papá contesta.

Helena habla con su padre, cosa que ha deseado hacer por casi tres meses, pero ahora habla y llora: no es su padre quien le interesa, es la madre de su padre.

Nos vamos a un bar. Es extraña la sensación de sentarse en una cantina con la que hace poco era una niñita y ahora sigue siendo una niña, pero tiene trece años, un problema real y mide un metro 64. Pedimos una gran cerveza oscura y nos la tomamos dándonos la mano. Luego sentaditas en la sombra fresca, yo pido otra cerveza y Helena habla.

Me toca cambiar el dinero, conseguir un boleto a la frontera, darme un masaje (los mongoles son más duros pero mejores que los chinos), conseguir un par de zapatos para Helena. Le pido a mi hija que me acompañe, pero ella prefiere quedarse en el cuarto. Sólo sale para colgarse de Internet y saber cómo está su abuela.

Mongolia no nos quiere dejar ir o nosotras tenemos tan pocas ganas de irnos que jamás conseguimos un boleto de tren directo a Beijing. Además no hay yuanes en los bancos, yo pierdo mis lentes, tengo que volver por mis botas, olvido mi suéter, la taxista no entiende la dirección que le doy…

Finalmente en el tren, descubrimos que no hemos comprado nada de comer para el viaje. Helena se tiende en la cama, dice una vez más que el calor la enferma y se duerme. Yo miro una extraña película mongola de los años 1950 en la red de televisión del ferrocarril mongol: realismo socialista entre pastores nómadas que se enamoran, indígenas que respetan sus tradiciones, aristócratas que encarnan la maldad, chinos traicioneros y buenos amigos del pueblo ruso.

Cuando llegamos a Zamin Uud (algo así como El Principio del Camino) no sólo tenemos polvo de carbón hasta dentro de los oídos, sino que la aventura mongola se intensifica con la presencia balanceadora de la gentileza mongola. Una señora que jala a un marido guapo y cargado de maletas nos ayuda a contratar un jeep ruso que en un principio nos parece caro. Por lo menos nos lo parece hasta que descubrimos cuántas cosas debe hacer su chofer para llegar del lado chino. Y el estrés de hacerlas.

Apenas cerramos la portezuela, el jeep arranca y se instala en una recta desde donde se lanza contra la línea de frontera con la misma fogosidad de un soldado de Gengis Khan contra la Gran Muralla. Los jeeps se empujan uno a otro para ganar diez centímetros de carreteras. Vuelan los vidrios de los faros, se abollan las láminas. Oficiales se migración siembran de clavos el asfalto con la esperanza de detener la avanzada de los jeeps; funcionarias en falda apretada y porte marcial recogen el peaje arriesgando si no la vida por lo menos la salud de sus piernas. De repente, como si hubieran levantado una barrera, una carga de jeeps inicia su asalto a una alta valla. Después de 500 metros de tierra de nadie, donde la carrera recuerda a los caballitos lanzados tras la meta en el Naadam, nos detenemos en masa. Inicia un largo y sediento asedio a la elegante frontera china, tan moderna y reluciente con su aire acondicionado, sus butacas de diseño y sus tiendas, como lentos e incompetentes son sus oficiales de migración.

Inner Mongolia: la Mongolia interior, la todavía invadida por los chinos. Una continuidad rota por la presencia de casas, ladrilleras, carreteras asfaltadas. Pero continuidad al fin: grandes rebaños de cabras, hombres a caballo, una ger de vez en cuando.

Conseguimos boletos en un autobús de camas. Sobre tres hileras de dobles literas, nos tendimos por 16 horas. El inmenso irlandés del piso de abajo no cabe en el espacio diseñado para que duerma un chino: suda, gime y está de mal humor. Los mongoles tampoco se sienten muy cómodos pero cuentan chistes. Las mujeres se acomodan.

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