Llegamos a Beijing a las 5 de la mañana y los mercados y las tiendas departamentales ya están abiertos. Compradores y vendedores se disputan la madrugada. También hay borrachos que se despiertan entre orinas bajo un puente, viejitas que van al parque para hacer gimnasia, policías que salen a dirigir el tráfico.
El calor es sofocante: 40º en medio de una humedad que se corta con el movimiento del brazo. El cielo es gris, triste. No nos gusta, realmente no nos gusta Beijing. Helena y yo nos sentimos sofocar.
El lama Temple Youth Hostel es un refugio delicioso. Una gran construcción de jardín al fondo de su sala deja caer lentamente el agua de una fuente; las mesitas están dispuestas de manera que se enfrenten unas a otras para dar al mismo tiempo lugar a diálogos y posibilidad de intimidad.
Helena se niega a ir a ver el Templo de los Lamas, me acompaña a regañadientes a la ceremonia del té. No quiere hacer nada. Sólo quiere hablar con su abuela, pero en China es más difícil conseguir un teléfono público que en Mongolia. Aquí todo se debe resolver de manera individual, es el país de los hijos únicos, de la malcriadez egoísta de los pequeños emperadores consumistas.
Nos dormimos agotadas por el calor. En la noche salimos. El clima es igualmente sofocante, aunque el jazz que acompañan los tambores del marido de Mónica, en la islita de piedra del lago de Ritan, entre árboles y mosquitos es realmente bueno.
Compramos fruta y brocas para el taladro. Salimos a su antigua casa para saludar a nuestra primera anfitriona y ayudarlo a empacar. Luego voy a buscar el permiso para entrar a Tibet: cinco días para que nos digan si sí o si no. Helena se va a hablar con su abuela. Con trece horas de diferencia de huso horario es bastante complicado no despertarla.
Después de escuchar, los testimonios más horribles acerca de las políticas de natalidad, las aberraciones de un sistema de salud pública que sigue su propio programa de cuotas en términos de control poblacional y esteriliza sin consentimiento a mujeres de la minorías étnicas que supuestamente no tienen límites en su derecho a la maternidad (la política del hijo único sólo concierne a la mayoría han), impone abortos ahí donde considera superada la cuota de nacimientos, multa a las mujeres que se atreven a un segundo embarazo aunque tengan autorización para ello. Después de una tarde de relatos del horror, un portero extremadamente gentil, que me ofreció su silla y su abanico, que intentó sostener una conversación conmigo para que no me aburriera (ya sé que tiene 60 años, una esposa, que viajó a Francia en 2001 y tiene un amigo argentino, ¿qué tal?), me hizo esperar tres horas en la acera llena de mosquitos a que Bernardo y Helena volvieran a casa porque yo sólo podía mostrarle dos de las tres llaves reglamentarias.
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