jueves, 5 de julio de 2007

Mongolia 2

Saliendo de Ulan Bator (o Ulaan Baatar, de todas formas Ciudad del Héroe Rojo, donde rojo está por bello)
Viajar es aprender a vivir. Y vivir es encontrarse con dificultades que nos hacen crecer. Las grandes acarrean enseñanzas obvias; las pequeñas molestias son más difíciles de reconocer. Cuando empezamos a buscar cómo irnos al noroeste para llegar a Altan Els, el desierto de dunas más al norte en el mundo, nos encontramos con la noticia que sólo rentando un auto llegaríamos. Y que debía ser un jeep ruso, viejo y muy resistente, con tres velocidades reducidas suplementarias para las cuatro ruedas. Es un viaje que no interesa a la mayoría de los turistas y a muy pocos mongoles, así que nos vimos obligadas a rentar el jeep con cuatro jovencitos de una ignorancia y prepotencia fenomenales: de esos que piensan que en el desierto del Gobi se puede regatear el precio de una ducha a la mujer que va con sus seis camellos a recoger el agua en un riachuelo y que se niegan a pagar un guía suplementario para ocho caballos que nos costaría, una vez repartido el precio entre los seis, 2000 tugrugs, lo que vale una cerveza en cualquier cantina de México, si no es que menos.

Como son cuatro y nosotras dos, cada vez que votamos perdemos. Así decidieron que era inútil pagar una intérprete que nos acompañara y nos quedamos sin entender a la gente que intenta de mil modos comunicar con nosotras. Sólo dormimos en tiendas de campaña y comemos lo que nos preparamos por la noche. Dado que en Mongolia todo se cocina con carne, yo logro comer alguna vez un arroz blanco, pero tampoco interactuamos con nadie. El chofer los alucina y nosotras también.

Al principio, me porté mal con Helena, como si ella tuviera la culpa de que yo aceptara viajar con estos cuatro israelíes recién salidos del servicio militar y hambrientos de mundo a poco precio, chavitos que le quitan su música al chofer para imponerle la suya. Le pedí disculpas, pero el daño estaba hecho.

Luego decidimos juntas que si su arrogancia se incrementa, podemos bajarnos del auto. Es importante aprender el límite de la propia tolerancia después de haberla puesto en práctica. Y reconocer que así como su presencia enseña, la nuestra también lo hace.

Nuestro chofer, Bairdag, es un dorvod devorador de todo tipo de carne que –lo que me parece de suma importancia- no se emborracha cuando trabaja. Helena además está haciendo alarde de su curiosa gentileza (en parte tolerancia hacia los desconocidos, en parte genuina curiosidad y en parte deseo de que yo me tranquilice) con nuestros cuatro acompañantes, lo cual –como siempre- le agradezco.

Los veo como estudiantes y los soporto. Bueno, hasta les digo que son unos burros.

Helena es un as a la hora de empacar.

Gobi
A unos trescientos kilómetros de Ulan Bator, entrando al semidesierto del Gobi por el norte, cuando los laguitos y el pasto verde han desaparecido, nos adentramos en una aridez amarillenta que asombra por su inmensidad. Viajamos en silencio, sobrecogidas, y también algo adormiladas por las horas de sacudidas en la pista polvorienta.

De repente, poco después de una colina pelona, entramos en un vallecito de piedras grises y porosas, Baga Gazaryn Chuluu. Detrás de una valla de las mismas piedras, se erigía un pequeño monasterio de paredes pintadas de azul, uno de los colores sagrados según la tradición mongola. Era pequeño, recogido, sereno. Uno de esos lugares que invitan al retiro y la introspección, y que se ubican en puntos especiales del paisaje para convertirse fácilmente en jardines o huertas. Bairdag hizo una profunda reverencia al adentrarse entre las paredes derruidas; así nosotras. Un ovoo, uno de esos monumentos piramidales de piedras sobrepuestas de origen chamánico que se perpetuaron incorporados al budismo mongol, nos esperaba en el patio y ostentaba diversas ofrendas recientes.

A este lugar de paz, fueron llevados cuatrocientos monjes de toda Mongolia para ser ejecutados durante las purgas estalinistas, o como dicen aquí “por los comunistas”. En recuerdo de cada uno de ellos, en los pináculos y sobre las rocas los pastores mongoles que atraviesan la zona en busca de pasto para sus animales han erigido cuatrocientos pequeños monumentos de piedras planas. De vez en cuando, alguien viene a amarrar en uno de ellos su bufanda azul, a dejar unos caramelos, unas monedas, como ofrenda a la memoria de los monjes.

Mi religiosidad –para llamarla de alguna manera- ha estado siempre ligada a la naturaleza. No conozco emoción frente a lo inconmensurable sino por el agua, el cielo, las montañas, la vegetación, ciertas situaciones climáticas y, seguramente también, gracias a la soledad. En el campo, sobre algunas montañas, en medio del desierto, frente a ciertos lagos –pero también en lugares construidos alrededor de ellos como unos cuantos templos, mezquitas e iglesias de diversas religiones- he llegado a sentir mi naturaleza perecedera en toda su absoluta pequeñez indispensable, mi ser parte de un todo que me trasciende. Así, en el pequeño monasterio de Baga Gazaryn me sentí en contacto con las divinidades mismas.

De tormentas de arena y viento
Shorong shurg: Nos agarró la tormenta de arena y viento caliente en medio del Gobi del norte. El cielo azul se hizo amarillo y por la tierra, la arena corría como una sombra dorada.

Burog: lluvia. Bairdag primero apuntó derecho hacia el centro de la tormenta pero cuando la lluvia arreció y los limpiaparabrisas no pudieron arrastrar el lodo que se formaba en el vidrio, se detuvo. En menos de media hora la pista había desaparecido y únicamente la habilidad de Bairdag por ubicarse en esta inmensidad sin aparentes puntos de referencia pudo hacernos avanzar hacia fuera de los valles.

Después de una noche en Dalanzadgad, desde cuya estación de comunicaciones pude enviar un mail al director de la maestría en estudios latinoamericanos para solicitar una prórroga para la tesis de Mariana, nos unimos a un segundo jeep con cuatro ingleses igual de jóvenes e ignorantes que nuestros compañeros de viaje. Cual si el divertimiento implicara necesariamente la falta de respeto hacia las personas de otras culturas, los chistes groseros por la pasión por la carne del chofer, o las monstruosas descripciones de algo asqueroso que achacan a las personas con quienes se cruzan. Los ocho se emborracharon como pendejos en el auto y vomitaron por el camino mientras decían chistes racistas, como que los palestinos son para ellos lo que los negros fueron para los europeos.

Pero es con ellos, necesariamente, que nos dirigimos al único glaciar del mundo emplazado en un grupo de montañas al interior de un desierto, las de Hongoryn a menos de sesenta kilómetros de las dunas del Gobi. En una garganta de piedras carcomidas por los cambios climáticos extremos entre el invierno y el verano, nos metimos por una garganta con una alta costra de hielo, bajo la cual corrían unas aguas heladas y cristalinas. A sus costados, cabras y camellos. Dos veces me caí en el hielo y con Helena nos reímos hasta que nos dolió la panza.

Al salir de las montañas del Hongoryn, dejando atrás los riachuelos de hielo y sus vallecitos alpinos, nos adentramos en una planicie de un centenar y medio de kilómetros de ancho a lo largo de cuya cordillera sur se reúne en dunas toda la arena que el viento trae del norte: son las doradas dunas del Gobi, que seguimos por más de 200 kilómetros y donde divisamos caravanas de camellos y grandes hatos de cabras.

Al plantar las tiendas bajo la luna casi llena, la familia de pastores que nos cobijó nos ofreció sus camellos para recorrer las dunas al día siguiente. Nos ofreció té con leche de camellas, que ahora están criando, y unos cuadritos de algo que creíamos queso y que resultó ser yogurt seco de cabra, aruldz. Muy ácido, pero rico.

Mientras platicaba con nosotras mezclando seis palabras de mongol con una de ruso, dos de inglés y muchos gestos de la cabeza, la señora trenzaba la crin de sus caballos y camellos para hacer cuerdas y su hija, en un fogón semienterrado en el suelo, preparaba arroz con carne seca de cabrito cortada en trocitos. A diferencia de la gente de Ulan Bator y sus alrededores, muy influenciados por las costumbres rusas, los mongoles Kalkh (el 86% de la población de este país con 13 etnias y apenas 2 millones 700 mil habitantes) han mantenido la costumbre de comer con palillos. También usan cucharas para la sopa y el yogurt fresco, que sorben “como camellos”, según dicen.

De cabras y camellos se hace también crema y una mantequilla muy ligera. Pero el yogurt es bueno sólo si es de borrega, vaca o yak. En verano la carne se come secada al viento, ahumada o en conservas de panza de borrego, dejando que los animales crezcan para el invierno cuando su carne fresca se convierte en el único alimento de los mongoles, junto a la mantequilla rancia de yak que se conserva en una piel de oveja y que las mujeres preparan durante todo el verano.

El desierto bajo el viento puede ser duro de soportar, sobre todo cuando es caliente y alcanza los 80 kilómetros por hora y arrastra piedritas y arena.

Tenemos el cabello tieso, la piel requemada. Nuestros camellos avanzan despacio sobre la duna. Pisan dos veces una misma huella, siendo que la pata trasera vuelve sobre la huella de la delantera del mismo lado. A pesar del sol y del viento, me siento feliz. Helena monta a camello como a caballo: derecha y elegante como la niña que hace ocho años galopaba por el desierto de San Luís Potosí.

Sentimos irnos. Se ha convertido en una constante encariñarnos con las familias de nómadas que nos hospedan. No sólo son hospitalarios hasta los indescriptible, sino que con pocas palabras logran transmitirnos su interés por nuestro bienestar. El budismo es una religión cotidiana en Mongolia, por ello aquí nadie miente, nadie mata sino lo que se va a comer –o que amenaza lo que se cría para comer, como los lobos y los grandes felinos en invierno- y nadie roba. En cada ger hay un pequeño altar, sobre un mueble de colores brillantes, con unas luces, unas monedas y una campana. Alrededor de la figura del Buda y de otras divinidades, a los mongoles les encanta mostrar las fotos de la familia. Se retratan con gusto y circulan cuentos de que por lo menos una vez en la vida todos los nómadas van a una gran ciudad con sus mejores prendas, las más bordadas, y se hacen sacar aunque sea una foto de grupo.

Los chavos no se comunican con nadie. En su afán de no gastar más que lo indispensable se cocinan para sí solos, no cruzan palabra con los músicos nómadas por miedo de que le cobren, pero son simpáticos con los niños con quien juegan a la pelota. Lo que más desconcierta a los nómadas es que constantemente les preguntan cuánto cuesta el té que les ofrecen, el pan frito que les tienden, cuando para los pastores mongoles la hospitalidad es un hábito y una obligación. Por supuesto, tampoco hay que abusar y no es mal visto que a cada ofrecimiento se le corresponda con otro. Nunca comemos sin dejar el dinero que consideramos equivalente a un plato en un restaurante, o pilas o unas latas de jitomate o frijoles a cambio. A las mujeres de la ger les encantaron los tres brazaletes de algodón tejido con conchas y piedritas, que compramos en Huixquilucan antes de partir y que Helena les ofreció.

Cuando nos íbamos subiendo a la camioneta, la más joven de la familia, que estudia en la universidad en Ulan Bator y habla inglés y ruso, se atrevió a preguntarnos por qué viajamos juntos. Les contestamos que rentamos un auto entre seis, y que ellos eran los otros cuatro. Sólo se encogió de hombros. Los mongoles saben de las dificultades del viaje.

Cruzamos la parte más dura y larga del sur del Gobi, la que hace millones años albergó los dinosaurios cuyas huellas, huevos y esqueletos han permitido reconstruir la historia de estos animales y los climas que había en partes del mundo hoy completamente distintas (de hecho es por los hallazgos del Gobi que a principios del siglo XX se dedujo que los dinosaurios eran oviparos). Durante todo el día nos encontramos con un solo pozo y un pueblo de casitas de barro y placas solares para la electricidad, Bayanza. Fue el primer lugar donde nos vendieron y no ofrecieron el agua.

El viento ardía de caliente. Ni un auto, ni una ger, ni un pastor por kilómetros y kilómetros. A veces deteníamos el auto de pura desesperación y caminábamos en la nada hacia la nada tan sólo para hacer algo. Cuando a lo lejos apareció la silueta de una montaña me alegré; cuando la cruzamos el paisaje siguió igual.

Finalmente encontramos una ger. Nos detuvimos. Salió una anciana con su largo abrigo de pelo de camello y su faja naranja –el color del sol y por lo tanto de las puertas y los palos de las ger- en la cadera. Habló largamente con Bairdag. A los pocos kilómetros, entramos en una serranía y de las rocas a nuestra derecha saltó frente al auto para subir por los costones de nuestra izquierda una cabra de monte de largos y retorcidos cuernos, seguida poco después por otra de igual agilidad. Una especie de estambeco mongol. Bairdag se puso feliz.

Poco después llegamos a un río semiseco donde acampamos mientras la luna subía como una pelota naranja por detrás de la colina del este. Mientras mirábamos su hermosa subida, tan súbita y a la vez igual a la que cada 28 días se produce, un joven camello vino a apoyar su cabeza en mi hombro. Tenía un moño rojo en la oreja derecha. Nos quedamos un largo rato juntos, como viejos amigos.

30 de junio.
El camello metió su hocico por la puerta abierta de la tienda. Vino a despertarme poco después que despuntara el sol y me acompañó a hacer pis arriba de unas rocas oscuras, recubiertas de una hierba rala. Desde ahí divisé un pueblo de adobe abandonado que descansaba sobre dos colinas a poco menos de un kilómetro. Un hato de cabras habitaba la colina al norte desde donde, al llegar, pude divisar una stupa blanca y un pequeño templo de madera, entre las ruinas de más antiguas construcciones sobre la colina de enfrente.

Llegué al templo con el camello que continuaba detrás de mí. Entonces me enteré que lo que creía un pueblo era el antiguo monasterio de Ongyn, construido en 1800 por un lama que escribió 21 libros. Ongyn se convirtió durante el siglo XIX en el lamasterio más grande del sur del Gobi, con 100 estudiantes, viejos lamas que habían viajado hasta Tibet, maestros que leían el sánscrito y pastores que los cuidaban, alimentándolos con leche de yegua y carne. Los monjes cuidaban una huerta de árboles frutales que puede verse en uno de los pocos dibujos que quedaron del monasterio destruido en 1937 por los comunistas, que consideraban el lugar un peligrosos centro de reunión de la aristocracia teocrática que se les resistía. Noventa y siete monjes, cuyos nombres están ahora grabados en las paredes de la stupa blanca, fueron fusilados y sus huesos dispersos en el desierto. El monasterio fue derruido y se prohibió a los pastores dar asilo a los monjes sobrevivientes que tuvieron que vagar solos por el desierto hasta lograr –si lo lograban- volver con sus familias.

Desde 1990 algunas ger para los turistas y unos cuantos pastores se han establecidos en los alrededores. Hoy un monje y sus cuatro jóvenes discípulos viven entre las ruinas, donde han recuperado piedras, tallas, libros, pocas pinturas, unos “malgai” –los sombreros de lana de los lamas-. Según la hermana, una joven estudiante de medicina que pasa las vacaciones de verano en el pueblo semiderruido, cuidando del pequeño museo que abre a los visitantes, es después de que los religiosos no fueron más perseguidos que se ha erigido la stupa blanca cerca de donde se levantaba la antigua, hoy un montón de bloques de adobe en lo que todavía pueden verse restos de esculturas. El monje y sus amigos son quienes están intentando levantar un pequeño monasterio entre las ruinas. Son sonrientes y afables.

Frente a la pintura del lama fundador, un hombre sereno sentado al lado de sus libros, me sentí al fin en paz con mi literatura. Quizá era en Ongyn donde debía llegar para darme cuenta que la escritura está mucho más allá de la confuciana esperanza de perpetuarse en el tiempo (extraño remedo de eternidad) o de la occidental aspiración al reconocimiento personal.

Escribir es darse y un libro bien puede ser como la calavera del anciano lama que servía de taza para beber para el joven discípulo que no debe olvidar que somos tan perecederos como una flor de primavera.

Las palabras, los sonidos con que se formulan en la lectura, son como el llamado de la tibia humana convertida en una larga flauta que servía para inspirar el recogimiento.

Los libros son los que son: instrumentos de comunicación hermosos, indispensables, perecederos. Y si yo escribo no soy ni mejor ni peor, sólo soy necesaria.

Los ocho lagos

La primera noche en la reserva ecológica de Huysiyn nuur, o de los ocho lagos que se forman del derretimiento de los hielos de las montañas de Shuringiyn Tsohio, nos ha encontrado montando la tienda mientras temblamos de frío. Dos hombres, uno más anciano y el otro de colita, iban acercándose a las ger que nos rodeaban y un grupo de pastoras fueron a su encuentro para traerlo a la ger más grande. Eran dos músicos tradicionales, dos artistas que se vistieron de todo punto para tocar, con sus túnicas bordadas sobre seda azul, su faja de seda amarilla a las caderas y, sobre todo, su tradicional tortzik, el sombrero redondo de fieltro bordado, rematado por una punta de la que cuelgan unos flecos amarillos.

Fuimos invitadas a la ger donde los muchachos israelíes no se acercaron –sea porque temían que les cobraran el concierto, sea por su ignorancia y desinterés hacia las costumbres de los pueblos- menos la joven fotógrafa que cuando disparó su flash cuatro veces en la cara del músico más anciano y se levantó para irse y evitar pagar fue interpelada por Helena, y por mi, que le dijimos que era una ignorante que debía disculparse. Tuvo el atrevimiento de decir que estos mongoles sólo hacen las cosas por dinero, que ella no tiene que pagar lo que no quiere, que no son artistas sino musicantes circenses. Me dio una rabia que tuve ganas de pegarle; me contuve y sólo le dije que la ignorancia se paga cara, que el desprecio por la gente es una actitud racista. No entendió.

En la ger hacía un rico calorcito gracias a la estufa puesta en el centro del espacio redondo alrededor del cual estaban dispuestas seis camas. Nos sentamos junto con los niños, mujeres y hombres que iban llegando atraídos por la música. Nadie traía bebidas o comidas. Los músicos se dirigieron a Helena y a mí para darnos la bienvenida y desearnos un feliz viaje; sus palabras fueron traducidas por una de las hijas del pastor que nos hospedaba que en la escuela ha escogido estudiar inglés y no ruso (Mongolia es uno de los países más alfabetizados del mundo: el 96% de la población sabe leer y escribir. La escuela es de estado y no se paga, y las y los estudiantes de familias nómadas pueden vivir gratuitamente en albergues durante todo el periodo escolar del año, volviendo con sus familias sólo durante los tres meses de vacaciones estivales. Se estudia obligatoriamente de los siete a los diecisiete años. Desde 1990, a partir del sexto año las y los alumnos tienen la obligación de escoger una primera lengua, sea el ruso o el inglés, y desde el octavo una segunda, sea el francés o el japonés. Muchas mujeres –dos por cada hombre- siguen sus estudios en la Universidad Nacional de Mongolia, en Ulan Bator, que tiene un costo aproximado de 450 dólares al año, habitación para vivir incluida).

El anciano músico con su arpa entonó una invocación para que nuestro viaje sea cómodo y seguro. Luego a sabiendas de que yo estaba interesada en llegar a Altan Els, habiéndose enterado por los chismes del chofer, entonó un canto profundo, gutural como un rezo tibetano y con repentinos momentos de narración, a esas dunas del norte. El segundo lo acompañaba al Morin Huur, el más típico de los instrumentos mongoles: una caja de resonancia trapezoide con un largo cuello sobre el que se tienden dos nervios de caballo, rematada por una o varias cabezas de caballo pintadas de verde –el color del mundo, la fertilidad y el amor.

Los dos músicos se turnaron luego los instrumentos y cantaron acompañados de violín y arpa, violín y Morin Huur, Morin Huur y un inconcebible piano Yamaha que el anciano recibió en regalo durante una gira artística que hizo por Japón. Todos los cantos de la música Too, la música tradicional de los Kalkh, tenían varios tonos e iban desde acordes profundísimos y guturales como rezos hasta repeticiones de sonidos bastantes semejantes a ciertas invocaciones y cantos wirraricas o raramuri del norte de México: canciones a los caballos, pasión por la tierra, un himno a Gingis Khan, el placer del río que corre entre los montes, el amor de un hombre por una mujer a caballo entrevista a orillas de un lago.

Al final de la velada, el más joven de los dos entonó canciones “modernas”, réplicas en pseudo inglés y pseudo italiano de las canciones que se escuchan en los autobuses que cruzan Mongolia. Fueron motivo de risa y hasta de ligeras burlas cuando un hombre se levantó para invitarnos a bailar a Helena y a mí.

Salimos a la luz blancuzca de la tercera noche de luna llena. El frío calaba los huesos, que sentíamos de forma más intensa debido a que veníamos llegando de las tórridas noches del Gobi. Sólo los sacos de dormir que nos regaló mi hermano Tommaso, y que aguantan hasta -18º, nos permitieron dormir como inocentes sin deudas.

Mientras tanto, alrededor de la tienda, los mongoles iban reuniendo los ocho caballos para nuestra expedición de cuatro días por los valles, los bosques y las montañas que rodean los ocho lagos.

A orillas del primer lago

Un mongol a torso desnudo cruzó galopando el costón sobre el lago semiseco donde llegamos a acampar tras un día a caballo por los pinares y los valles de piedras grises amontonadas que un liquen amarillento y naranja colorea de diferentes formas, y que tuvieron que inspirar a los jardines chinos. Cruzamos varios riachuelos en los que los caballos se detenían a beber.

Al pasar frente a mí, el jinete se irguió sobre la silla haciendo alarde de su joven y hombruna belleza. Cuando al galope llegó entre sus yaks que pastaban a pocos metros de nuestras tiendas y que todavía dormían felizmente acostados en la yerba mojada por la lluvia nocturna, les empezó a hablar con un tono cariñoso. Al caer la noche, ayer escuchamos a un pastor cantarle a sus yaks que volvían de las montañas. Tenía un acento antiguo, menos melancólico que profundo. Ahora yo pude reconocer la voz.

Creyendo que los animales iban a beber al lago, semiseco por la poca nieve que cayó durante los últimos tres inviernos, poco después de escuchar ese canto montuno nos adentramos por las arenas que rodean la poza. Los pinos y las montañas se reflejaban en el agua oscura. A mediados de lo que imaginamos era la cuenca del lago, nos subimos a un islote de piedras rojas y grises en cuya cima los pastores erigieron sus monumentos de piedras planas sobrepuestas, de tradición milenaria. Ahí agradecimos a la Madre Tierra el día maravilloso, y aun el granizo que recubrió el bosque de una espesa capa de hielo y que escampamos en una ger donde nos ofrecieron un rico pan frito en mantequilla de yak y el té mongol, salado y con leche.

Después de dar las gracias a la Tierra, Helena propuso una competencia: a ver quién de las dos llegaba primero al agua. Empezamos a correr sobre el lodo, cuando mi gacelita hermosa me rebasó riendo. Cuatro pasos delante de mí, la pierna de Helena se hundió en el lodo y cuando intentó sacarla, moviéndose hacia atrás se le hundió la otra. Legué cerca de ella y me tendí en el lodo; la jalé con tan buena suerte que de un tirón salieron sus dos piernas aunque sin zapatos. Volvimos por la orilla al campamento donde el pastor que conducía nuestros caballos había prendido un alto fuego. Nadie nos vio. Cocinamos en silencio un arroz y nos metimos a la tienda. Hundida en su bolsa de dormir Helena ardió de fiebre por un par de horas. Luego la lluvia que empezó a caer sobre los campos y las bestias nos apaciguó.

Ahora la mañana es hermosa. Cambié mi brioso y seguro caballo alazán por la vaca de caballo, malhumorado, inmóvil y miedoso, que le dieron ayer a Helena. Mi guachichila adora galopar por las praderas, así ¿por qué negarle ese placer? Se identifica con el viento y las piernas del animal, cual fuera la más hermosa hija de la Tierra. Pero yo sufro el peor de los suplicios en una mañana de sol: tener que empujar a un animal perezoso. Confieso que siempre he preferido a los caballos que deben ser retenidos, que quieren partir, que juguetean sobre sus piernas, a una de estas aburridas bestias que hay que empujar con la voz, las piernas y aun con el fuete para que se muevan. Por suerte los paisajes compensan y Helena siempre vuelve a mi lado después de sus correrías. Desde mi lenta bestia, a su lado, hablamos de todo.

Los caballos pastan entre grupos de amigos. Se reúnen entre dos o tres y se acuestan, se revuelcan, arrancan la hierba con sus largos dientes delanteros contentos de estarse acompañando. Se juntan con los demás sólo para migrar en busca de más hierba o para beber o para acudir al llamado del pastor. Pero de inmediato vuelven a juntarse con sus compinches. Cuando dos caballos amigos se separan, relinchan varias veces para saludarse. Su voz es entonces muy nostálgica.

A las cabritas las impulsa una desesperada necesidad de salir apenas la puerta del corral les viene abierta. En completa paz hasta un instante antes, empiezan a empujarse, a darse de topes con los cuernos, a llorar apenas la pastora de pelo rojizo que vive en la ger cercana corre el cerrojo de la clausura redonda de palos de pino que las contiene por la noche y con ello les promete un día de libertad. Un niño de igual color de pelo, todavía no amenazado por el deber de acudir a la escuela en septiembre, corre a pie descalzos alrededor del rebaño que enfila hacia el monte.

Primera caída de un caballo mongol. Por suerte a mi edad el orgullo sufre menos por las heridas que causa la falta de destreza física que durante la juventud, porque me caía nada menos que del caballo vaca. Lo que no sabíamos es que en Mongolia nadie se pasa nada de caballo a caballo, así cuando Helena me tendió su mochila porque le rozaba los hombros, la vaca se asustó tanto que protagonizó un rodeo que fui capaz de resistir apenas 35 segundos. Por suerte sigo siendo una hija amada de la Madre Tierra, de modo que entre puras piedras caí en el único montículo de tierra húmeda.

El Gran Lago es bellísimo, rodeado casi por entero de piedras de modo que no es un lugar preferente para abrevar a las vacas. Nomás que llegamos bajo un granizo feroz que nos hería el rostro y las manos. Montamos las tiendas lo más velozmente que pudimos y nos metimos temblando de frío, empapadas hasta los huesos. Nuevamente las bolsas de dormir nos salvaron del congelamiento.

A las dos horas el cielo resplandecía, las aguas reflejaban un cálido sol y el viento había amainado. Decidimos dar la vuelta al lago. Me encanta caminar y después de dos días a caballo se me hizo todavía más placentero. Llegamos a lo que desde el campamento creíamos era una curva del lago y descubrimos un recodo tan grande como la primera parte del mismo. Caminamos otra hora y nos encontramos con dos estudiantes de ecología de la Universidad Nacional de Mongolia. Una hablaba un perfecto francés, así que pudimos platicar con cierta profundidad.

El calientamiento global se resiente aún en Mongolia, donde durante los inviernos la temperatura descendía más abajo de -40º. En los últimos tres años, ésta apenas ha alcanzado puntas de -34º, y el régimen de lluvias ha disminuido no sólo en el Gobi, donde la sequía del desierto se ha intensificado, sino también en los bosques y en la taiga. Los lagos del parque, por ejemplo, no son de afluentes, sino que recogen el agua de la nieve durante el deshielo de la primavera. Cuatro están semisecos y los otros cuatro, aún este gran lago por cuyas orillas paseamos y que parece sin fin, han perdido más de un metro de profundidad.

Por el momento no se ha registrado una repercusión sobre los animales salvajes, que están totalmente protegidos por las leyes de la reserva, pero las bestias de pastura empiezan a sufrir las consecuencias de la poca hierba con que engordar durante el verano.

Saliendo del parque

Hoy le tocó a Helena ser tirada del caballo, pero su caída no tuvo nada de chistoso. Nos quedamos atrás del grupo por culpa de la vaca que monto y nos perdimos en el bosque. Cuando Helena empezó a buscar las huellas de los otros, le dije que con cuidado porque los caballos saben calcular por donde pasan pero nunca toman en consideración la altura de su jinete. No acababa de decírselo cuando su alazán se le adelantó y una rama de pino la agarró en pleno pecho tumbándola contra las rocas. Por suerte, la mochila que llevaba en los hombros se interpuso entre la cabeza y las piedras, pero se golpeó la cadera, un brazo y un pie. Durante algunos minutos el dolor impidió que la tocara, pero cuando comprobé que no tenía nada roto a las dos nos entró un terrible miedo retrospectivo: y si…. Estuvo tan cerca de ser un accidente de proporciones mucho mayores, a cientos de kilómetros de un puesto de salud, que nos recorrió un escalofrío.

Ponernos de pie no fue fácil. Tuve que ayudar a Helena a la que se le había hinchado el pie, pero podía mover cada una de sus articulaciones y sus deditos. Fuimos en busca de los caballos. Volví a subir a la silla a Helena que me dijo que esta era la última vez que viajaría caballo en su vida. No dije nada. Nos alejamos al paso. Fue entonces que, pasándose la mano por el cuello, Helena se percató que la protección que le había regalado Luz María Martínez Montiel, y que había llevado a bendecir en una ceremonia a los Orishas, se le había caído quedando en su lugar en la tierra.

Después de un par de horas, encontramos una ger donde nos dieron de comer y varios niños se nos sentaron alrededor. Al continuar el viaje hacia las cascadas –totalmente secas- a Helena le volvió el buen humor y olvidando su promesa se puso a galopar tras los yaks.

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