martes, 2 de octubre de 2007

SER MINORIA EN LA PROPIA TIERRA. LAS MUJERES DE TIBET

Dharamsala, India, 1 de octubre de 2007. Entre China e India, los dos únicos países del mundo donde los hombres son más numerosos que las mujeres, se ubica Tibet, un país enorme y poco densamente poblado -tiene apenas seis millones de habitantes por una superficie de 2.500.000 kilómetros cuadrados- que fue invadido paulatinamente por China durante toda la década de 1950. Si en las culturas de sus poderosos vecinos la modernidad ha jugado a favor de la misoginia tradicional, ofreciendo al infanticidio femenino la posibilidad de ser sustituido por abortos tan pronto como una ecografía puede determinar el sexo de los fetos, en Tibet las mujeres son consideradas tan iguales a los hombres que tanto pueden ser uno la reencarnación de otra, como lograr mediante una vida de ascesis y cuidados a las demás personas y a la naturaleza devenir una Buda Viviente.
La tibetana, en efecto, es una sociedad determinada por la religiosidad. Este aspecto medular de su cultura sirvió a los chinos -que acababan de optar por el comunismo al finalizar la brutal ocupación japonesa y la guerra civil que siguió a la Segunda Guerra Mundial- para postular la “liberación” de Tibet de la teocracia que lo gobernaba. Sin embargo, sirve también a las mujeres tibetanas para considerarse y ser consideradas, al igual que los hombres, seres concientes que necesitan tomar sus propias decisiones en el ámbito de la vida cotidiana y en la opción por la vida monástica. La vida conciente está, obviamente, en oposición con cualquier determinismo, en particular el que forzaría a las mujeres al matrimonio y a la maternidad.
Cuando a finales del mes de agosto, dejamos Tibet despues de haber vivido un mes entre Ganzu, Qinhai y la Region Autonoma Tibetana (tres de las cinco provincias, junto con Sichuan y Yunan, entre las que China ha dividido Tibet), habíamos estado con mujeres agricultoras, pastoras, comerciantes y encargadas de servicios turisticos. Convivimos con madres de familias numerosas, con monjas y con estudiantes. Si bien pocas hablan alguna lengua occidental, eran más que las chinas y todas se ofrecían para acompañarnos y se esforzaban por comunicar con nosotras. Albañilas y constructoras de carreteras detenían sus trabajos para saludarnos cuando les pasábamos en frente. Peregrinas de todas las edades al regreso de los templos compartían con nosotras las ofrendas que habían recogido después del rezo. Sin embargo, algo no cuadraba entre su afable y reservada atención y las informaciones que la Federación de Mujeres de China me había ofrecido en Beijing sobre la feliz vida de las mujeres de la “minoría” tibetana, su liberación de las cargas religiosas, su participación política y sus amplios derechos reproductivos.
Sólo después de entrevistarnos con las mujeres tibetanas en el exilio de Nepal e India, terminamos de entender la situación de mujeres que no tienen derecho a vivir según sus costumbres, y por lo tanto no pueden libremente transformarlas, porque su cultura es negada sea por el genocidio (de 1959 hasta entrada la década de 1990 China mató 1.200.000 tibetana/os en los campos de trabajo forzado, las cárceles y la represión de los nacionalistas y en los monasterios); sea por la destrucción ambiental y cultural (tala de bosques indiscriminada, desechos industriales y nucleares en las aguas de los lagos sagrados, 9000 templos, stupas y monasterios derruidos y bibliotecas quemadas); sea por el encarcelamiento de aquellas que se manifiestan pacíficamente a favor de su Independencia y sus derechos culturales y religiosos (145 niñas y adultas prisioneras políticas en 2004, según Amnistía Internacional, fueron brutalmente golpeadas en la cabeza, de modo que si quedaban afectadas y sufrían de jaquecas permanentes se podía alegar que estaban locas de antemano); sea por su propia minorizacion, es decir por el constante flujo de inmigrantes chinos y de otras minorías étnicas de China para que su territorio nacional se convierta en cinco “normales” provincias pluriétnicas chinas.
En el Tibet “sinizado” se siguen hablando ocho variantes del tibetano, pero no se las puede estudiar en la escuela ni aprender a escribir en las universidades (donde los exámenes de ingreso son en chino); cualquiera puede vestir según las usanzas ancestrales, pero corre el riesgo de ser dejada al final de una larga cola por ello; se puede rezar alrededor de los templos o acudir a los monasterios, aunque muchos han sido convertido en “monumentos” y por lo tanto tienen un precio de entrada demasiado alto para cualquier peregrina. Además las escuelas aceptan a las niñas y niños sólo si su número corresponde a una “cuota” de nacimientos determinada por los gobiernos locales y si van vestidos con un uniforme chino (es decir, con ropa occidental). Las autoridades chinas pretenden controlar los estudiantes y las enseñanzas en las escuelas de los monasterios budistas (que han sido abiertas nuevamente de manera oficial a finales de la década de 1990) y hacen sentir el peso de su propia misoginia al no proporcionar fondos para la educación monástica de las mujeres.
Algunas tibetanas nos respondían con un gesto de impotencia cuando, también a gestos, les preguntábamos por qué siendo tan buenas cocineras debían contentarse con un puestecito en la calle si había tantos restaurantes chinos en ciudades otrora tibetanas como Chengdu, Xining o Lanzhou, y aun en pueblos como Xiache y Mache; un gesto de desesperanzada aceptación del status quo de un país invadido que implica que a las migrantes chinas en Tibet les irá siempre mejor que a ellas. Un gesto muy parecido al de muchas indígenas en México, cuyos pueblos son controlados económicamente por los mestizos y ladinos.
Las campesinas, asimismo, nos aseguraban que las tibetanas tienen muchos hijos para contrarrestar la paulatina “sinizacion” de Tibet, donde sus habitantes originales son hoy apenas el 40 por ciento de la población. Pero las comerciantes de Lhasa, en particular las bar tenders que hablan un perfecto inglés y a veces también francés, nos dijeron que, aunque la política del hijo único en China no atañe a las minorías étnicas, el gobierno encuentra siempre las formas de limitar la reproducción de las mujeres tibetanas para frenar su “resistencia nacional” y los patrones disminuyen el salario o despiden a las empleadas que superan su “cuota” de hijos. Los abortos forzados, aun tan tardíos como al octavo mes, y las esterilizaciones sin consentimiento están a la orden del día en los hospitales chinos. Igualmente, muchos gobiernos municipales imponen multas a las madres de familia por sus “excesos” en la reproducción cuando necesitan fondos suplementarios. Oficiales mujeres van de casa en casa para preguntar a las mujeres casadas si están menstruando y para forzarlas a abortar mediante amenazas de persecución y despido si les contestan que no. Una especie de “infanticidio selectivo” se practica con base en la Ley de Atención a la Salud Materna e Infantil china de 1990, que prevé el aborto en caso de disfunciones genéticas, pero que, según algunas, sirve para confundir rasgos étnicos –cuando no descendencia de “subversivos”- con “inferioridades” genéticas.
Ninguna tibetana nos dijo con todas sus letras que vive bajo severas restricciones de sus derechos políticos, culturales, sociales, religiosos y reproductivos. No podían descartar el peligro de que fuéramos orejas de los chinos o que alguien más nos estuviera escuchando. Sin embargo, cuando me vendieron el CD con las canciones que cuatro monjas compusieron en la cárcel como una forma de resistencia a su prisión y tortura, lo hicieron de escondidas. Las que se disculpaban por no hacernos subir a sus autos porque existe una prohibición de intimidar en las carreteras con las extranjeras, querían que entendiéramos que el control sobre sus vidas es constante. Las que sólo a caballo y en medio del bosque entonaban cantos guturales antiguos y profundos, nos pedían no decir a los chinos quien se los había enseñado.
La de ser tibetana es una identidad nacional peligrosa para quien vive en Tibet, y un ancla al pasado para quien vive en el exilio en India, Nepal, Bhután y el resto del mundo. Las condiciones en las que las tibetanas se viven y reivindican como tales, por lo tanto, son muy distintas según se resida en el propio país o en el exterior. En la Región Tibetana Autónoma, así como en Ganzu, Qinhai, Sichuan y Yunan, las tibetanas han encarado una invasión tendiente a borrar su cultura y sus expresiones religiosas, mediante varias técnicas de sobrevivencia económica y cultural, entre ellas una aparente aceptación de la normatividad china. Las refugiadas de primera, segunda y aun tercera generación reivindican frente a la comunidad internacional el derecho de sus hermanas a sus prácticas políticas, culturales y religiosas en un clima de no discriminación étnica. No obstante, unas y otras ven, por motivos distintos, restringidas sus capacidades de participar en el desarrollo de un país que no ha sido formalmente reconocido como un estado miembro de las Naciones Unidas y frente a la consumación de cuya invasión, en 1959, sólo Ecuador levantó una protesta formal.
La Asociación de Mujeres Tibetanas se fundó el 12 de marzo de 1959 durante una marcha masiva de mujeres en Lhasa para protestar contra la ocupación ilegal de su país por China. A pesar de que se trataba de una manifestación pacifica, las marchistas fueron brutalmente reprimidas por el ejército chino. Las que no murieron ametralladas, fueron encarceladas, torturadas y golpeadas sin descanso. Las pocas sobrevivientes que lograron huir a la India, decidieron dedicarse a la preservación de la cultura y la identidad tibetanas en el exilio. Muy pronto convirtieron su primera asociacion en una gran organización de bienestar social. Se empeñaron a fondo en denunciar los abusos contra los derechos humanos, difundir el budismo como base de su identidad social, promover y salvaguardar la cultura y la educación. Uno de sus trabajos constantes es la búsqueda de las y los desaparecidos políticos y la defensa de los derechos de las y los presos; actualmente están en campana por la aparición con vida del décimo primer Panchen Lama, Gendhum Choekyi Nyima, un niño de seis anos que fue sacado de noche de su casa con sus padres en 1995, y que estás desaparecido desde entonces, porque tres días antes el Dalai Lama lo había reconocido como la reencarnación de la segunda figura principal del budismo lamaico.
La Asociación de Mujeres Tibetanas no se reivindica feminista sino enarbola la demanda de un humanismo igualitarista, ya que se niega a “preferir” un grupo de personas sobre otro por cualquier motivo, aunque sea para reivindicar la mejora de su propia condición de genero. De hecho, la AMT es una asociación política que descansa en el fortalecimiento de los derechos y la acción de las mujeres para con su sociedad. Del 12 de marzo de 1994 al 12 de marzo de 1995 organizó el primer Año Internacional de las Mujeres Tibetanas y con ello manifestaciones, eventos culturales, fiestas, lecturas de obras literarias y teatrales, y presentaciones de videos hechos por mujeres. La finalidad explícita era la de poder participar como tibetanas en Beijing durante la Cuarta Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre las Mujeres, en 1995. Como les fue negada la participación, organizaciones no gubernamentales de mujeres de todo el mundo se les unieron en una campana de presión que culminó en 2005 con la presentación oral de un informe de la AMT ante la 66 Sesión Plenaria de la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra sobre las condiciones de vida de las tibetanas.
Una violencia brutal contra las mujeres tibetanas concierne las practicas laborales de los empleadores chinos. La sinizacion de Tibet comporta que las tibetanas estén a la zaga de las mujeres chinas en la jerárquica escala para obtener un empleo, son pagadas menos que ellas (que a su vez son pagadas menos que los hombres chinos y los hombres tibetanos), pierden el empleo si uno de los miembros de su familia está involucrado en actividades políticas (“actividades subversivas”, según las autoridades chinas) y deben pasar por una “prueba de virginidad” para obtener trabajo. La “prueba de virginidad” consiste en un tacto para comprobar el estado del himen, con el fin de garantizar que no están embarazadas ni tienen una vida sexual activa que las pueda alejar de sus labores. Aun el ser victima de acoso o violencia sexual en el trabajo puede ser utilizado como argumento de haber roto el “pacto de virginidad” que las tibetanas deben suscribir al emplearse, prometiendo no tener vida sexual por un periodo de por lo menos tres años. Muchas de las mujeres que pierden su trabajo o no son empleadas, particularmente las jóvenes inmigrantes del campo a Lhasa, son forzadas a la prostitución para subsistir.

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